Lestat de Lioncourt
—Eres pura pasión.
Hice acto de presencia en el alfeizar
de su ventana. Desde allí la contemplaba apartando las finas
cortinas de color púrpura con bordados de oro. Ella estaba dentro
observando embelesada las joyas que había creado durante el día.
Las mejores conchas, piedras preciosas y metales los conseguía para
ella. Ofrecía los mejores materiales para que pudiese desarrollar su
trabajo y dejar que su alma se desbordara. Habían pasado varios
meses y parecía otra mujer, mucho más fuerte y apasionada. Era
libre. Al fin era libre.
Ella ya sabía que tenía su propia
voz, y que podía usarla para dejar constancia de sus pensamientos y
sentimientos. Hay noches que siempre recordaré y esa, sin duda
alguna es una de ellas. No puedo dejar de rememorarla pues se veía
hermosa con aquellas telas vaporosas, las cuales dejaban poco a la
imaginación. Sus pequeños pechos parecían rebosar de la tela de
color cereza, sus labios carnosos estaban levemente pintados con
pintura hecha con tinte natural de ciertas semillas de granada,
mientras que su cabello se hallaba recogido en pequeñas trenzas
decoradas con pequeños broches hechos por ella.
—¿Intentas seducirme?—dijo
clavando sus ojos delineados a la perfección.
¡Ah! ¡Seducirla yo a ella! Si yo era
quien caía ante aquella musa. Era impresionante su piel clara, como
si fuera leche fresca, y esos ojos oscuros que parecían dos uvas
tintas.
—Sólo soy sincero—susurré
entrando por la ventana, como un ladrón—. Nada más mira tu
trabajo. Haces magníficas obras de arte en miniatura, las cuales son
fáciles de colocar a la vista de todos.
—Pues, para no intentarlo, lo
logras—contestó.
Tenía los brazos adornados con algunos
brazaletes dorados, con conchas pequeñas colgadas y pequeños
camafeos. No sólo hacía broches, peines y espejos. Ella hacía todo
tipo de joyas. El arte la rodeaba.
—Sólo deseo que seas feliz—dije
tomándola del rostro.
—Soy feliz cuando me visitas porque
me ofreces esperanza.
Sus palabras eran sinceras, pero a la
vez seductoras. Con cuidado quitó el broche que sujetaba sus prendas
y las deslizó hasta sus pies. Sus pequeños pechos se mostraron sin
pudor, con sus pezones cafés erguidos esperando ser apreciados. Me
incliné suavemente sobre su cuello, para dejar algunos besos breves,
y después, como no, la punta de mi lengua recorrió un vertiginoso
camino hasta cada uno de sus pezones, lamiéndolos para luego
succionarlos. Sostuve sus pechos entre mi boca y manos, abarcándolos
con codicia. Ella suspiraba aferrándose a mis brazos, acariciando mi
musculatura.
Noté como temblaba, del mismo modo
como suspiraba, del mismo modo que ella pudo apreciar que mis manos
la agarraron por la cintura pegándola contra mí. La sostuve entre
mis brazos, aspirando el aroma de sus cabellos y dejando un beso en
su frente. Mis dedos acariciaban su espalda, tocándola con mimo y
pasión contenida.
—Te equivocas—dije—. Tú eres la
fuente de toda esperanza, la cual codicio al caer el sol.
Puse mi mano derecha sobre sus nalgas,
para luego introducirla entre sus piernas. Introduje un dedo en su
pequeña y extraña vagina, notándola húmeda y desesperada. Mi
miembro siempre estaba duro, era una pieza de piedra que no sentía
lo suficiente como en otras épocas. Sin embargo, para ella era
placentero y yo se lo ofrecía siempre que ella lo necesitaba. Con
cuidado la tomé entre mis brazos, permitiendo que los suyos me
rodeara por los hombros, para luego dejar que su peso ayudara a
hundirme en su interior.
Echó hacia atrás la cabeza, dejando a
la vista su largo cuello. No lo dudé. Bebí de ella. Pude leer
entonces en sus pensamientos los oscuros y pecaminosos deseos que
ella tenía conmigo, con nuestra extraña relación.
—Necesito que me lleves
contigo—musitó entre jadeos y gemidos. Su voz era trémula,
entrecortada y con un tono quebrado. Sus muslos apretaron cálidos
mis caderas mientras las suyas se movían frenéticas.
—Pronto, hermosa mía—dije
apartando mi boca de su cuello.
—¿Realmente crees que soy
hermosa?—dijo mirándome embelesada—. Me siento un monstruo, pero
tú haces que crea que soy...—cortó su frase por un estrepitoso
gemido.
—El monstruo soy yo—respondí
recostándola sobre una mesa robusta que había libre. Coloqué sus
tobillos sobre mis hombros y sus brazos por encima de su cabeza,
atrapando sus muñecas con mi zurda y la diestra le alzaba las
caderas, para luego dejar esa mano libre. Mis movimientos eran cada
vez más fuertes, certeros y necesitados. Su miembro ligeramente
atrofiado, con pequeños testículos casi insignificantes, estaban
ahí aunque ella los detestaba. Sin embargo, no dudé en apretarlos y
deslizar el dedo índice y corazón desde la base hasta el glande.
Ella tiritó cerrando los ojos, dejando que su humedad me envolviera
y sus músculos vaginales se contrajeran. Finalmente, como no, llegó
al paraíso. Con cuidado la bajé, aunque sus piernas temblaban, y le
ofrecí unas gotas de mi sangre hiriendo mi miembro y metiéndolo
entre sus labios—. Ya lo comprenderás con el tiempo—dije
acariciando sus pómulos marcados.
Su lengua se deslizó por todo mi sexo,
hasta mis testículos, para luego recostarse nuevamente en la mesa
pidiendo que lo repitiera. Y, obviamente, repetí aquel acto perverso
y placentero para ella. Ésta vez até sus manos tras la espalda
penetrando sus nalgas, las cuales rebotaban contra mi bajo vientre.
—Maestro...—dijo agotada después
de un coro de gemidos—. Eres bueno conmigo...
Ella se lanzaba a mis brazos y yo me
dejaba llevar. Con cuidado, y deseo, la tomé aquella noche, como las
demás.
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