Rhosh no me cae mal, pero tampoco me agrada excesivamente. Acepto sus disculpas, como el resto, porque comprendemos la situación. Estaré encantado de ir conociéndolo y apreciándolo poco a poco, aunque recuerdo que según él... yo soy un imbécil.
Lestat de Lioncourt
Aceptar tus errores te hace valiente y
fuerte frente a los demás, pero sobre todo cuando tus errores han
provocado una terrible catástrofe entre aquellos que aprecias,
admiras o simplemente tienes un ligero respeto. Durante estos dos
últimos años he aprendido a meditar en silencio cada frase dicha,
cada gesto ofrecido y también las lágrimas que he podido contemplar
en ojos ajenos. Sé que es inútil pedir disculpas ante un hecho que
ya ha ocurrido, pues aunque me las acepten las heridas aún
permanecen y jamás serán subsanadas.
Hace miles de años era un joven, como
otro cualquiera, deseando de vivir nuevas aventuras en mitad de los
océanos. Había aprendido a luchar y valerme por mi mismo mucho
antes de los diecisiete años. A esa edad, algo temprana para los
mortales en ésta época, ya me consideraba un guerrero experimentado
en algunas batallas y navegaba por las aguas de los distintos mares.
Me sentía orgulloso de mis hazañas, pero aún más de las monedas
que había logrado para sobrevivir. Tenía pensado encontrar un lugar
agradable donde curar mis heridas, proporcionarme algunos caprichos y
comodidades, y tal vez vivir como mercader. Sin embargo, nada es como
uno se imagina y los sueños se pueden truncar demasiado rápido.
Muchas veces he recorrido mis últimos
pasos en el muelle, preguntándome qué fue lo que ella vio en mí
para llevarme ante su corte, acariciar mis mejillas como si fuese una
madre amorosa y convertirme en un monstruo adorador de su sangre, su
persona y sus caprichos. Me gustaría saberlo, pero lo desconozco.
Puede que fuese sólo mi físico y las historias que yo había
acaparado, como pequeñas medallas, en los distintos enfrentamientos.
Quizás era lo fácil que me parecía mercadear y ofrecer nuevos
productos, dialogar con personas de cualquier origen, y hallar
confort incluso en tierras cuyo idioma desconocía. No lo sé.
De algo que sí puedo estar seguro es
que ella estaba equivocada, al igual que lo estuvo cuando despertó
milenios después imponiendo su criterio. Nadie debe imponer su
opinión, por muy fuerte que se sienta o interesante que sea su
propuesta. Yo lo olvidé. Me dejé convencer por una voz que me
susurraba que era la solución a un gran mal. Según aquella voz, que
me embaucaba como si fuese una sirena, podía dejar sufrir viendo a
los jóvenes derramar su sangre, arder en el infierno y perecer antes
de concluir alguno de sus sueños. Como viejo soñador, hombre de
paz, y amante de la libertad pensé que podría traer al mundo algo
bueno después de todo. Creí que alzándome, ejerciendo mi derecho
frente a todos, haría que el dolor cesara y me convertiría en
bálsamo para las heridas. El orgullo es un mal que se enraíza en
los más antiguos, en algunos guerreros y en todo aquel que se cree
ligeramente poderoso. Y mi orgullo me cegó, desplomando a la razón
y matando cualquier duda.
Me convertí en un asesino. Maté a una
mujer inocente, sabia y pacífica decapitándola en su propia casa,
entre sus libros y recuerdos, para hacer lo mismo con su amado
creador. Una mujer cuyo nombre es Maharet y que llevo presente
conmigo, noche tras noche, rogando por la paz de su espíritu. Y un
guerrero, un igual, que había caído en las mismas redes en las que
yo me encontraba. Fui un estúpido. Maté a dos seres ensuciando mis
manos, las cuales habían estado pulcras desde hacía cientos de
años. Volví a ser escuchado, pero para ser temido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario