Estos momentos salen a la luz poco a poco. Daniel, aún humano, y Armand.
Lestat de Lioncourt
—Imposible, otra vez—murmuró
leyendo el periódico con gesto hastiado.
Daniel siempre estaba indagando sobre
sus viejos compañeros de estudios. Solía decir que era el espejo
perfecto en el cual reflejarse. Eran personas de su generación,
gente que había cumplido las mismas metas y poseía los mismos
sueños cuando se graduó en periodismo. Sin embargo, a unos le
habían sonreído mucho más la vida que a otros. Y él, por
supuesto, era ese otro. Se había convertido en un fracasado frente a
sus compañeros, los cuales se burlaban continuamente de la
impresionante historia que había logrado sacar a la luz.
El humo del cigarrillo contaminaba
parte de la habitación, perfumándola con olor a nicotina, mientras
que los cubitos de hielo naufragaban en aquel whisky. La tenue luz
del escritorio iluminaba parcialmente su rostro, muy desmejorado, con
el cabello revuelto y el flequillo rozando la pasta de sus gruesas
gafas. Tenía un aire intelectual muy atractivo, pero también
decadente.
Por mi parte, claro está, me hallaba
al otro extremo de la habitación sin saber cómo reaccionar. Podía
leer sus pensamientos como si fuese un libro abierto, pero a la vez
me sentía culpable. Odiaba tener que saber lo que pasaba de ese
modo, pues parecía que no confiaba en mí.
—¡Ese imbécil! ¡Ahora es crítico
literario y no deja de burlarse de las memorias de Louis! ¡Debería
aparecerse ante él y que se cagara en los pantalones!—gritó
arrojando el periódico a un lado.
De inmediato me acerqué abrazándolo,
sintiendo su piel cálida sin ningún reparo. Estaba en ropa
interior, recién levantado, y ya estaba bebiendo como si el mundo
fuese a acabarse esa misma noche. Pero él, como no, me ignoró. Dio
un trago al whisky y una calada al cigarrillo, el cual dejó en el
cenicero.
—Tú sabes que no lo es—susurró—.
Que todas esas falacias están hechas desde el odio. No te indignes,
no te entristezcas y ni sientas tu orgullo herido—besé su cuello
suavemente, pasé mis manos por sus hombros y luego a las deslicé
por su torso.
—Pero el resto del mundo...
—El resto del mundo no debería
preocuparte—sentencié alejándome de él—. Viví con miedo al
resto del mundo, Daniel, y no te lo recomiendo.
Aquella noche fue la primera vez que le
di mi sangre. Necesitaba que me comprendiera. Cometí mi primer
error.
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