Admito que comprendo mucho a Rhosh en su forma de amar...
Lestat de Lioncourt
—¿Dónde estoy?—preguntó
desorientado.
Había entrado en su modesta y fría
habitación. Lo arranqué de su cama, envolviéndolo en la manta
gruesa que tenía. Contemplé su rostro compungido por el sufrimiento
de las fiebres. Aquel joven, al cual había visitado ocasionalmente,
moría. Él me había visto como un ángel, no como un demonio. Era
quien le traía pan y leche cuando el hambre apretaba. Me presentaba
como un hermano de una abadía próxima. Conversaba con él algunas
noches y huía.
Era terrible tener que marcharme y
observarlo desde la ventana, como si fuese un ladrón. Mi alma se
retorcía. Por eso un día aparecí ante él sin engaños, sin
halagos o palabras llenas de dulzor. Simplemente le hablé del
infierno en el cual me movía, pero él lo tomó como un sueño
terrible de una noche cargada de pesadillas.
Era tal el temor que yo había ejercido
sobre él que se dedicó a la oración y el ayuno. Durante días se
flageló y permitió que sus heridas se infectasen. Por supuesto que
era mi culpa, aunque fuesen sus propias acciones. Yo lo había
llevado a la locura.
—En un lugar mejor—respondí a
media voz.
—¿Un lugar mejor?—balbuceó
arrastrándose hasta la pared, colocando su espalda contra ésta e
intentó levantarse sin lograrlo. Sus piernas estaban débiles, igual
que lo estaban sus brazos.
Había logrado curar sus heridas con mi
propia sangre, pero su fiebre aún era alta. El ayuno no ayudaba a
mejorar su estado. Todavía quedaba un largo camino por recorrer.
—Sí, el lugar donde cultivaré tu
mente y tu alma mientras permito que tu cuerpo retome fuerzas, pues
las necesitarás para los cambios futuros que sobrevuelan sobre tu
cabeza—dije apagando la vela que había dejado encendida.
Me acerqué a él contemplándolo en la
oscuridad. Mis manos acariciaron sus tobillos y se deslizaron hasta
sus rodillas. Palpé sus miembros fríos y agotados, pero también
sentí el dulce aroma de su sangre latiendo con fuerza en su joven
corazón. Tenía dieciséis años, pero creo que ni siquiera él era
consciente de los años que poseía. Aunque sabía contar no conocía
a ciencia cierta cuántos inviernos húmedos habían padecido ya sus
huesos.
Era el tercer hijo de una familia
acomodada. Su hermano mayor heredaría las tierras, el mediano sería
un hombre de batalla y mujeres complacientes, y él un proscrito que
carcomería su alma entre versos llenos de alabanzas a un Dios sordo,
ciego e inexistente.
—¿Cómo?—dijo intentando no
gritar. Quería mostrar entereza, pero el miedo rezumaba por cada
poro de su piel.
Mis manos eran rápidas y mis dedos se
movían poco pudorosos. Colé mis manos bajo su camisón y acaricié
sus ingles, ligeramente más tibias, para luego colarme bajo su ropa
interior. Él gimió agotado, sufrido y, a la vez, deseoso. El pecado
lo tentaba y él quería apartarlo como si fuese un cáliz amargo.
—Has sido elegido para
acompañarme—dije. Me incliné sobre él besando su frente—. Ya
no viviré más en la soledad fría y frívola de un demonio—.
Tenía su miembro entre los dedos de mi mano diestra y lo estimulaba
apretando dulcemente su glande. Él tiritaba, pero no de frío—.
Deseo que me des un poco de tu cielo.
Mi boca rozó la suya y mi lengua se
coló como una flecha diestra en el corazón de un inocente. Tenía
apetito de él, de su sangre, pero aún era pronto. Debía
controlarme y ofrecerle los placeres de la carne, para que
comprendiera que se había perdido entre libros y todo lo que yo
podía darle. Una vez hundido en el placer, en la perversión, daría
el siguiente paso: la lección de la sed y la satisfacción de La
Sangre.
—¿Qué? ¿Dónde estoy?—musitó
colocando sus manos sobre mis hombros, aunque apenas tenía fuerza—.
¡Te pido que me digas dónde estoy!—gritó. Sin embargo, el masaje
de mi mano sobre su sexo, apretando y suavizando el agarre, lo calmó.
Gimió gimoteando, mostrando unas dulces lágrimas llenas de
belleza—. Tu voz me es familiar...
Reí cuando dijo aquello. ¿Cómo no
reír? No le había hablado jamás de ese modo, con ese tono
conciliador y seductor a la vez, sino con una voz ajada por la
necesidad y la amargura. Pero, en ese rincón, era todo muy distinto.
—Si existe un cielo, o un paraíso,
está lleno de una pasión que ya no recuerdo. La misma pasión que
puedo contemplar en el brillo de tus cansados ojos—susurré, y
antes que pudiese comenzar a rezar el rosario, cosa que estaba a
punto de entonar, le arranqué la ropa tirando de ella. Él sólo se
retorció llorando, para luego permitirme que colara dos de mis dedos
en su recto y siguiera masturbándolo—. ¿Por qué amor mío? ¿Por
qué has tardado tanto en aparecer?
—¡Te ruego que me digas quién
eres!—espetó intentando no gemir, pero no lo logró—. ¡Sácame
de aquí! ¡Regrésame con mis hermanos a la abadía!
Mientras decía eso movía sus caderas,
alzándolas, pegando su torso al suelo de piedra de aquella mazmorra.
Me incliné sobre él lamiendo su espalda, rozando con la punta de la
lengua cada vieja marca borrada, para luego dejar caer mi frío
aliento cerca de su nuca.
—¿Para qué deseas volver? ¿Para
morir y ser olvidado?—pregunté con sorna.
—¡Para servir a Dios!—gritó.
—Dios no existe—afirmé.
—¡Por qué lo sabes!—dijo furioso
y excitado.
—Porque tengo más de cuatro mil años
y aún no se ha personado ante mí para hacerme cumplir
condena...—lancé a su mente.
No había hablado hasta ese momento a
su mente, sino usado mis labios. Aquello lo desconcertó y trató de
huir, aunque era imposible. Mis brazos lo rodearon mejor notando que
empezaba a humedecer más mi mano y que, por supuesto, estaba a punto
de eyacular.
—¡Quién eres!
—Rhoshmandes, tu nuevo Dios—dije
próximo a su oreja derecha, justo cuando eyaculaba manchando el
suelo.
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