Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

lunes, 21 de diciembre de 2015

Sólo te deseo a ti

Admito que comprendo mucho a Rhosh en su forma de amar...

Lestat de Lioncourt


—¿Dónde estoy?—preguntó desorientado.

Había entrado en su modesta y fría habitación. Lo arranqué de su cama, envolviéndolo en la manta gruesa que tenía. Contemplé su rostro compungido por el sufrimiento de las fiebres. Aquel joven, al cual había visitado ocasionalmente, moría. Él me había visto como un ángel, no como un demonio. Era quien le traía pan y leche cuando el hambre apretaba. Me presentaba como un hermano de una abadía próxima. Conversaba con él algunas noches y huía.

Era terrible tener que marcharme y observarlo desde la ventana, como si fuese un ladrón. Mi alma se retorcía. Por eso un día aparecí ante él sin engaños, sin halagos o palabras llenas de dulzor. Simplemente le hablé del infierno en el cual me movía, pero él lo tomó como un sueño terrible de una noche cargada de pesadillas.

Era tal el temor que yo había ejercido sobre él que se dedicó a la oración y el ayuno. Durante días se flageló y permitió que sus heridas se infectasen. Por supuesto que era mi culpa, aunque fuesen sus propias acciones. Yo lo había llevado a la locura.

—En un lugar mejor—respondí a media voz.

—¿Un lugar mejor?—balbuceó arrastrándose hasta la pared, colocando su espalda contra ésta e intentó levantarse sin lograrlo. Sus piernas estaban débiles, igual que lo estaban sus brazos.

Había logrado curar sus heridas con mi propia sangre, pero su fiebre aún era alta. El ayuno no ayudaba a mejorar su estado. Todavía quedaba un largo camino por recorrer.

—Sí, el lugar donde cultivaré tu mente y tu alma mientras permito que tu cuerpo retome fuerzas, pues las necesitarás para los cambios futuros que sobrevuelan sobre tu cabeza—dije apagando la vela que había dejado encendida.

Me acerqué a él contemplándolo en la oscuridad. Mis manos acariciaron sus tobillos y se deslizaron hasta sus rodillas. Palpé sus miembros fríos y agotados, pero también sentí el dulce aroma de su sangre latiendo con fuerza en su joven corazón. Tenía dieciséis años, pero creo que ni siquiera él era consciente de los años que poseía. Aunque sabía contar no conocía a ciencia cierta cuántos inviernos húmedos habían padecido ya sus huesos.

Era el tercer hijo de una familia acomodada. Su hermano mayor heredaría las tierras, el mediano sería un hombre de batalla y mujeres complacientes, y él un proscrito que carcomería su alma entre versos llenos de alabanzas a un Dios sordo, ciego e inexistente.

—¿Cómo?—dijo intentando no gritar. Quería mostrar entereza, pero el miedo rezumaba por cada poro de su piel.

Mis manos eran rápidas y mis dedos se movían poco pudorosos. Colé mis manos bajo su camisón y acaricié sus ingles, ligeramente más tibias, para luego colarme bajo su ropa interior. Él gimió agotado, sufrido y, a la vez, deseoso. El pecado lo tentaba y él quería apartarlo como si fuese un cáliz amargo.

—Has sido elegido para acompañarme—dije. Me incliné sobre él besando su frente—. Ya no viviré más en la soledad fría y frívola de un demonio—. Tenía su miembro entre los dedos de mi mano diestra y lo estimulaba apretando dulcemente su glande. Él tiritaba, pero no de frío—. Deseo que me des un poco de tu cielo.

Mi boca rozó la suya y mi lengua se coló como una flecha diestra en el corazón de un inocente. Tenía apetito de él, de su sangre, pero aún era pronto. Debía controlarme y ofrecerle los placeres de la carne, para que comprendiera que se había perdido entre libros y todo lo que yo podía darle. Una vez hundido en el placer, en la perversión, daría el siguiente paso: la lección de la sed y la satisfacción de La Sangre.

—¿Qué? ¿Dónde estoy?—musitó colocando sus manos sobre mis hombros, aunque apenas tenía fuerza—. ¡Te pido que me digas dónde estoy!—gritó. Sin embargo, el masaje de mi mano sobre su sexo, apretando y suavizando el agarre, lo calmó. Gimió gimoteando, mostrando unas dulces lágrimas llenas de belleza—. Tu voz me es familiar...

Reí cuando dijo aquello. ¿Cómo no reír? No le había hablado jamás de ese modo, con ese tono conciliador y seductor a la vez, sino con una voz ajada por la necesidad y la amargura. Pero, en ese rincón, era todo muy distinto.

—Si existe un cielo, o un paraíso, está lleno de una pasión que ya no recuerdo. La misma pasión que puedo contemplar en el brillo de tus cansados ojos—susurré, y antes que pudiese comenzar a rezar el rosario, cosa que estaba a punto de entonar, le arranqué la ropa tirando de ella. Él sólo se retorció llorando, para luego permitirme que colara dos de mis dedos en su recto y siguiera masturbándolo—. ¿Por qué amor mío? ¿Por qué has tardado tanto en aparecer?

—¡Te ruego que me digas quién eres!—espetó intentando no gemir, pero no lo logró—. ¡Sácame de aquí! ¡Regrésame con mis hermanos a la abadía!

Mientras decía eso movía sus caderas, alzándolas, pegando su torso al suelo de piedra de aquella mazmorra. Me incliné sobre él lamiendo su espalda, rozando con la punta de la lengua cada vieja marca borrada, para luego dejar caer mi frío aliento cerca de su nuca.

—¿Para qué deseas volver? ¿Para morir y ser olvidado?—pregunté con sorna.

—¡Para servir a Dios!—gritó.

—Dios no existe—afirmé.

—¡Por qué lo sabes!—dijo furioso y excitado.

—Porque tengo más de cuatro mil años y aún no se ha personado ante mí para hacerme cumplir condena...—lancé a su mente.

No había hablado hasta ese momento a su mente, sino usado mis labios. Aquello lo desconcertó y trató de huir, aunque era imposible. Mis brazos lo rodearon mejor notando que empezaba a humedecer más mi mano y que, por supuesto, estaba a punto de eyacular.

—¡Quién eres!


—Rhoshmandes, tu nuevo Dios—dije próximo a su oreja derecha, justo cuando eyaculaba manchando el suelo.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt