Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 28 de enero de 2016

Nuevo pupilo

Marius colecciona pupilos últimamente, sobre todo desde que Fareed le dio ciertas inyecciones.

Lestat de Lioncourt


La noche había descendido precipitadamente. En aquel lugar frío y solitario, donde la nieve era la única que tocaba con vehemencia la puerta, recordaba sus cabellos castaños cobrizos gracias a la danza del fuego. Aquel pelirrojo provocaba en mí dulces y placenteros recuerdos. El erótico movimiento de las llamas me agitaban el corazón. Podía imaginar su cuerpo retorciéndose bajo las diversas colas de mis látigos, así como el aroma de su sangre, aún humana, salpicando las sábanas blancas de su colchón.

Era un ángel al cual le arrebaté las alas, lo arrojé a la cama de mi alcoba y destruí lentamente con las caricias prohibidas de mi lengua, mis hábiles manos y mi yermo, aunque duro cual mármol bien cincelado, miembro. Él, que se retorcía bajo el goce de mis brutales caricias, ya no estaba en mi vida. Hacía demasiados siglos que abandoné la idea de buscarlo para que regresara al rebaño. Había cambiado demasiado. Era un ser grotesco lleno de dudas existenciales, de deseos insaciables de creer en un Dios tan falso como aquellos que sostuvieron a Roma, y yo alguien desconsiderado con cualquier idea del bien sobre el mal.

Decidí regresar a uno de los rincones más inhóspitos y fríos en los que ya había vivido. Brasil me traía amargos recuerdos, igual que Venecia. No quería volver a recorrer esas calles llenas de gente, calor asfixiante y frescos recientes en muros que estaban a punto de caerse. Daniel había decidido venir conmigo, pero ocasionalmente se marchaba a Nueva York con la esperanza de recopilar datos, nuevas historias de vampiros y conocer realmente el origen de todos nosotros. Su instinto había regresado y yo no podía, ni quería, retenerlo. Era libre.

Pese a no estar rodeado de viejos conocidos, discípulos o creados, no me encontraba solo. Desde hacía unas noches había acogido en el seno de mi vivienda, llena de viejos recuerdos que sólo amontonaban polvo y lágrimas, a un muchacho de dieciséis años. Era joven, delgado, de oscuros ojos tristes y cabello de fuego. Me recordaba a Amadeo, pero no era él. Aquel chico no estaba tan destruido cuando lo recogí de la inmundicia. Vivía en las calles de una guerra consagrada por la avaricia y la corrupción, el deseo de manejar el petroleo y el orden mundial. Ese chico sirio no tenía siquiera esperanzas cuando lo abracé, en mitad de un fuego cruzado, y le juré que alimentaría su estómago vacío.

Algo en mí me hizo incorporarme de mi cómodo asiento, dejando atrás viejas memorias que ya eran pura reliquias casi sacrosantas, para ir a mi habitación. Allí, en mi lecho, se hallaba mi nueva víctima. Él dormía ajeno a los monstruosos deseos que agitaba en mi pecho. Respiré profundamente mientras llevaba mi mano derecha a mi cinto, donde se hallaba mi viejo látigo, y me aproximé al borde derecho de la cama.

—Samir—dije estirando mi brazo derecho, para acariciar su revuelto y largo flequillo—. Samir—repetí palpando sus párpados, viajando por sus pómulos y acariciando sus labios.

Él despertó girándose en la cama, observándome aún con el sueño atrapando su alma. Poseía una pequeña erección entre sus piernas, bajo la fina tela de su ropa interior, las cuales no dudé en abrir sin pudor. El cansancio de días si alimento, de noches sin dormir por el sonido de la metralla, y el dolor de sus huesos debido a la humedad imperante en las noches a la intemperie le evitaban reaccionar con rapidez.

Decidí que era el momento de tomar a otro pupilo. Ésta vez recopilaría todos mis fallos, los memorizaría y los alejaría de mis ruines actos. Era el apropiado. Por ello, ahora con nueva y renovada sabiduría, acepté que debía iniciar la disciplina con aquel frágil muchacho, doblegando su cuerpo hasta romperlo y convertir su alma en sierva del placer.

Bajé su ropa interior arrojándola a los pies de la cama, deslicé mis dedos por sus ingles y besé dulcemente sus labios. Preparaba su figura con suaves juegos antes de enfrentarlo a una guerra de azotes, latigazos y arañazos. Él me miró confuso, ligeramente aterrado, pero su alma tenía mayor miedo a la miseria que había conocido. Me aproveché de esa situación e inicié el ritual.

Tomé a Samir del cabello tirándolo lejos de mi cama, arrojándolo con cierta violencia sobre mi alfombra de tela roja y estampados de flores en hilo de oro, y levanté mi látigo en más de veinte ocasiones. Su sangre salpicaba mis manos, mi rostro, el borde del colchón, la alfombra y mi túnica. Su espalda se arqueaba como la de un gato y sus músculos se tensaban, pero finalmente un largo gemido surgió de su garganta cuando introduje un dedo en su apretado orificio. Aquel trasero, de glúteos duros y redondos, se alzaron con inquietante necesidad.

Pude leer en su mente su virginidad y vergüenza, pero también el nulo deseo hacia los hombres. Aún así, aprendería a amar y fortalecería con él los fuertes vínculos del amor verdadero. Pues, tal y como creían los griegos, el verdadero vínculo de amor es entre hombres y no el de un hombre hacia una mujer.

Lo agarré por uno de sus finos brazos, provocando que la punta de sus pies no tocaran el suelo, y acaricié su rostro con el dorso de mi mano derecha. Él me miró suplicante, ahogado por las lágrimas, el dolor y ese extraño placer que le corrompía. Noté como sus labios temblaban en sollozos callados, los cuales no emitía por puro pánico.

—Aprenderás que en el dolor yace el mayor acto de amor y la fuente de todo placer—pronuncié antes de abofetearlo. Sus lágrimas se hicieron más gruesas mientras agachaba su cabeza.

Hermoso, pero no roto. Podía notar sus deseos de huir, de sentirse libre, pero no sería un ave con alas. Rompería cada pluma, destruiría su corazón salvaje, y le haría estar agradecido con sólo escuchar mi nombre de mis ásperos labios.

Arrojé su cuerpo contra la cama, abrí sus piernas e introduje dos de mis dedos. Él gimió aferrándose a las sábanas, intentando no caer de bruces, mientras sus rodillas se clavaban en el suelo intentando encontrar fuerzas para levantarse. Finalmente introduje el mango del látigo en su recto, dejando parte de éste fuera, mostrándose como la cola de un caballo que relinchaba porque la doma estaba siendo salvaje.

Me aparté tan sólo para tomar una de las inyecciones, la cual enterré en mi brazo en una de mis venas más gruesas, y de inmediato noté como un cálido torrente envolvía mi miembro. Desde ese momento los juguetes y golpes se apartaron de su figura, débil y marcada, para sentir mi sexo ahondando en él, partiéndolo en dos, mientras gemía y lloraba. Tomé su sexo con mi mano derecha, rodeando la base de éste y apretando con fuerza sus testículos, notando como la erección crecía. Sus caderas acabaron por moverse de forma contraria a las mías, como si hubiese aprendido que era mejor ceder que oponerse a algo tan rotundamente placentero.


La lujuria cubrió su cuerpo, perlándolo con pequeñas gotas de sudor, del mismo modo que el mío se bañó en perlas sanguinolentas. El monstruo que le había liberado lo arrojaba lentamente a los infiernos, enseñándole a amar con brutalidad y a satisfacer su lado más perverso. Sin embargo, no me conformé con destruir su espalda y en robarme su virginidad. Alejé su fina figura, lo postré frente a mí e introduje en su boca mi glande. Movía mi mano diestra con fuerza sobre mi henchido pene, notando como las venas cincelaban cada milímetro de su grosor, mientras observaba como él se acariciaba hasta llegar al orgasmo, al igual que yo. Mi semen bañó su boca, acarició su lengua y se deslizó por su garganta, mientras el suyo salpicaba su vientre plano y casi sin vello.  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt