Santino se confiesa, o más bien se confesó. Texto antiguo encontrado en un cajón olvidado.
Lestat de Lioncourt
No sabía qué era más provocador si
el sonido de sus lloros o el aroma de éstos. Podía sentir su cuerpo
retorcerse entre mis crueles manos, como si fuese una lombriz
abriéndose paso en la húmeda tierra, y también como su alma se
quebraba a cada segundo. Contemplaba en él la caída de los sueños,
como ángeles a los cuales se les arrebata las alas una a una,
mientras Dios, en su divino trono y opulencia, aplaude con sus
rechonchas manos clamando que la fiesta y el festín prosiga.
Aquellos cabellos de fuego, los cuales cobraban vida propia cuando
agitaba su delicada figura, tenían el aroma del salitre del mar que
habíamos cruzado.
Estábamos en Roma. La alta columna de
humo negro se alzaba hacia las profundidades del cielo, más allá de
las incontables estrellas, y los diversos matorrales de aquella
desértica playa. Los cadáveres se consumían retorciéndose aún,
como si tuvieran vida en esas carnes negruzcas y nauseabundas, y los
gritos parecían propagarse aún por el aire tronando en los oídos
de los presentes.
Yo había atrapado a su maravillosa
creación, el corazón de aquel condenado a muerte, y parecía no
rendirse. Era obstinado y poseía la belleza de las malditas pinturas
que aquel iluso llegó a crear maravillando a todos. Su rostro estaba
manchado por numerosas lágrimas sanguinolentas, congestionado por el
dolor y mancillado por el hollín del infierno que yo había
desatado. Me enroscaba en él como la serpiente que tan bien me
representaba y gozaba de su tormento.
Finalmente dejó de luchar, cayendo
rendido en mis brazos. Sus enormes ojos castaños me miraron perdidos
en los míos, algo más oscuros, mientras se decía así mismo que yo
era un monstruo y que no me contemplara como a un santo, un salvador
o Dios mismo. Sonreí en mis fueros internos y gocé con esos labios
carnosos que titubeaban, intentando comprender lo que había
ocurrido, mientras su alma se fascinaba más por mi rostro joven pero
maduro. Mi barba de algunos días, mi aspecto de desarrapado y mi
túnica oscura, tan oscura como mis pretensiones y mi propia alma, me
daban una distinción extraña. Él no podía calificarme. Éramos
iguales, pero radicalmente distintos.
Creo que en ese mismo instante decidí
que debía enjaularlo, como se hace con las fieras sin domesticar y
las aves de hermoso canto. Lo tiré a una celda estrecha, un jaulón
terrible, que le arrebató lentamente el juicio a los pocos días por
la falta de alimento. El olor de sus lágrimas era más intenso y eso
me complacía.
Revivía el momento en el cual fue
arrojado a las llamas y lo tomé entre mis brazos. Esa lucha
encarnizada entre la vida y la muerte, la soberbia y el desánimo.
Aún lo hago. Disfruto de su dolor y su miseria. Sobre todo cuando sé
que ese sólo fue el inicio de su calvario. Y ahora, justo en estos
momentos, lo veo perfectamente peinado con ropas de joven rebelde en
un sillón de terciopelo y jugando conmigo al ajedrez como si fuese
todo un caballero.
Debería disculparme y llorar por mis
viles actos, pero todavía me excito al pensar como chillaba entre
mis brazos, como robaba ser absuelto de su pecado y correr libremente
hasta los brazos de su bondadoso maestro. El mismo maestro que por
cobardía no fue a buscarlo ni en ese momento ni nunca. Sin duda
alguna valgo más por lo que callo que por lo que digo, porque si
hablara tendría que confesar todos mis pecados y el primero de ellos
es el amor que le profeso.
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