Esto lo ha contado mi madre a David y David a mí. No lo recuerdo, pero sé que ella no mentiría al respecto.
Lestat de Lioncourt
Miraba
por la ventana los copos de nieve cayendo acumulándose mansamente frente a la puerta
de acceso al gris castillo. La humedad provocaba que sus huesos la hiciesen
gritar de dolor pero ella permanecía entera. Entre sus doloridas manos había un
hermoso libro algo desgastado, de letras pequeñas y juntas, con alguna página
arrancada como símbolo de ira. Sujetaba aquel libro con la fe que se sostiene
una biblia ante Dios mismo. Los poemas que allí se encontraban relataban la
belleza y magnificencia de la naturaleza, sus estaciones, animales y el amor
más seductor.
—Madre,
madre…—escuchó su voz infantil quebrándose mientras torpemente entraba en la
habitación—. Madre, madre… Tristán dice que soy feo… —su voz sufría un quiebro
con cada palabra.
Otra
vez una discusión terrible entre hermanos que acababa con el más pequeño
buscando las faldas de su madre. Era como un pequeño pollito recién nacido que
buscaba a la gallina ante cualquier problema. Sus hermosos cabellos bruñidos
parecían haber sido hilados por el sol y sus mejillas simulaban haber sido
pintadas por Michelangelo. Aquellos ojos profundos y silvestres se llenaban de
lágrimas que ella misma que quería derramar. Tan joven y marchita por esos
niños que corrían de un lado a otro de aquel desdichado hogar, los cuales
podían morir por cualquier fiebre y dejarla más sola que nunca.
Cerró
el libro dejándolo en el alfeizar y se acomodó el traje llevando su mano a su
vientre, acariciando con dolor su ajustado corsé, mientras caminaba hacia la
llorosa criatura. Decidió desde antes que él naciera usar la mano dura para no
aferrarse a ellos. Aún recordaba cómo había tenido que dar cristiana sepultura
a uno de sus hijos de tan sólo tres años. Su corazón se quebraba cada vez que
tenía que hacer un recuento a los partos de sus hijos, todos hechos con dolor y
nacidos en una cárcel vacía de esperanza. Sin embargo él era distinto. Todos sus
hijos eran hermosos y parecían ángeles arrancado de los viejos frescos de su
tierra natal, pero ninguno era como Lestat. Un niño aferrado siempre al bajo de
su falda y rogando un amor que ella quería evitar ofrecer.
—Sabes
que es falso, ¿por qué lloras?—preguntó tomándole de las manos—. Lestat, para
de llorar—exigía siempre con la misma repuesta por parte del pequeño. Su respuesta
era llorar sin calma alguna. Entonces, con dolor y rabia, golpeaba su rostro
perdiendo la poca paciencia que poseía. El niño a veces se callaba y otras veces
huía a esconderse en uno de los armarios del castillo.
—¿Un
bofetón es amor?—dijo aún con la voz tomada—¿Cuánto más me pegas más me
quieres?—esa pregunta rompió su corazón en mil pedazos.
Lestat
sólo tenía cuatro años y casi no levantaba medio palmo del suelo. Era un niño
torpe y sensible que amaba contemplar las mariposas salir de las crisálidas, el
aroma de la leña y correr por toda la casa tras cualquiera de los perros que
tenían. Él destacaba por su viva inteligencia y por sus temerarias acciones. Sus
rasgos no eran muy distintos a los de sus hermanos, pero se parecía demasiado a
ella y no al borracho encolerizado y ciego de su marido.
De
inmediato se arrodilló frente a él llorando mientras lo pegaba contra su pecho.
No respondió a esa pregunta tan horrible para cualquier madre. Ella sólo lloró
enterrando sus dedos en la maraña de rizos dorados que poseía. Ese querubín
había destruido sus muros y arrebatado su aliento provocando que ese mismo día
jurara no abandonarlo jamás, además de luchar como una fiera para que el niño
nunca se fuese de su lado. Pidió a Dios, aunque ya hacía tiempo que se había
muerto para ella, que jamás se lo levase. Ese niño era suyo y sólo ella sabría
amarlo con toda su alma.
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