Aún olía a café recién hecho y pan tostado. Parecía que la
vida seguía funcionando entre aquellas cuatro paredes mal pintadas. Sobre la
mesa estaba la taza de café aún humeante, el plato con el cuchillo de
mantequilla colocado cerca del borde del dibujo de flores silvestres y el agua
del vaso aún goteaba sobre el charco del suelo. La ventana persiana estaba
levantada y mostraba un cielo aún oscuro que todavía no deseaba mostrar un nuevo
amanecer. Él estaba allí recostado sobre la alfombra como si tan sólo hubiese
perdido el conocimiento, pero la realidad era bien distinta.
¿Cuántas veces había informado sobre los diversos y extraños
casos de desaparición pero nadie le creyó? En su ordenador portátil, que se
hallaba en la mesa auxiliar de chapa de acero negro, todavía contenía copiosa
información. Los archivos estaban introducidos en carpetas con claves que sólo
él conocía. Los datos eran fidedignos y las fuentes creíbles.
Los casos se sumaban cada noche como si fuese la cuenta
atrás hacia el Apocalipsis de San Juan. Cientos de jóvenes habían aparecido sin
vida y en extrañas circunstancias que la policía no quería revelar. Fuentes cercanas
al gobierno, así como a los agentes que habían encontrado los cuerpos,
aseguraban que no poseían señales de forcejeo, o heridas visibles, pero no
tenían ni una gota de sangre. Aquel hecho levantó numerosas alertas y comenzó a
escribir relatos sobre lo ocurrido, seguía los últimos movimientos de los
jóvenes por la ciudad y comprobaba las grabaciones a las cuales sólo expertos
peritos podían acceder. Él tenía contactos y usaba sus encantos así como la
influyente figura de su padre, un respetado periodista, para lograrlo.
Ahora él era otra víctima de un silencioso asesino que se
cobraba las almas de aquellos que le veneraban de algún modo. Amaba llamar la
atención de los insignificantes seres de aquella colmena de idiotas. Él había
picado el anzuelo y había sido pescado convirtiéndose en un bonito cadáver que
comenzaba enfriarse como su café.
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