Han pasado varias décadas desde que mi
nombre surgió a la luz, fue conocido por todos y pronunciado de
indistinta forma. Mi figura se convirtió en un mito más de la
literatura de noches veraniegas, tardes largas de invierno o mañanas
en el parque bajo un ciprés. Hay jóvenes de todo el mundo que
adquirieron el inicio, el libro que se convertiría en mi cruz y mi
guía, que provenía de los labios de Louis susurrados a una
grabadora de un periodista demasiado intrépido y entrometido.
Después de ese primer encontronazo con
todos ustedes, tras aproximadamente una década, decidí salir a la
luz con una sonrisa aún más favorecedora, y malvada, que en los
dichosos pasajes de esa novela de tres al cuarto. Admito que fue
agradable que Louis abriese la veda, dejándome recorrer el camino
completamente salvaje, deseoso de conocer qué hay más allá de los
límites y absolutamente seducido por el coro de voces que me
aclamaban. No importaba que para la gran mayoría, salvo para
Talamasca y otros vampiros, yo era un personaje de ciencia ficción.
¿Importaba eso para amarme y caer seducido a mi maldad? No, para
nada.
Sin embargo, hay una de esas aventuras
que todavía ronda en mi mente. Para muchos fue una auténtica
locura, para otros una revelación y hay mortales que nunca me
perdonarán la visión que les ofrecí del Cielo y los Infiernos.
Memnoch me arrastró por el mundo como si no importara nada salvo su
verdad, sus palabras y visiones. Dejé que me atrapara el Diablo, de
quien me burlé en numerosas ocasiones y que dije que perseguiría de
aparecerse frente a mí. Me lo tenía bien merecido.
Pero ahora, en el confort de la
lejanía, leo esas líneas siniestras, ligeramente torcidas y llenas
de súplicas, y me pregunto si desaproveché el momento y si él era
realmente quién decía ser. Es fácil creer en la maldad absoluta,
en su punto de bondad, pues siempre parece más fácil que ser bueno.
Ser bueno es dificultoso, un camino empinado con pocas
satisfacciones, y terminas en ocasiones solo, sin nadie a quien
recurrir salvo a tu fe y, a veces, ni siquiera puedes decir que quede
fe en ti. La maldad es deliciosa y prolifera, puedes encontrarla en
todos los corazones, incluso en los más infantiles yace un pequeño
pozo de maldad, que sonríe y busca expandirse como una mancha de
petróleo en medio del mar.
El demonio se presentó ante mí con su
habitual disfraz. Mostró su lado más terrorífico con aquella
escultura, ligeramente parecido al granito negro o al mármol más
oscuro, perfectamente cincelada y que se levantó como una gárgola
que cobraba vida. Las mismas gárgolas que protegían las iglesias
del mal, esas mismas que te miran desde el alfeizar de muchos
campanarios, parecían sus hijas o hermanas. Me hizo llorar de
angustia, temor y miseria. Pensé que mi hora había llegado y él
había decidido que sería en ese apartamento, que ni siquiera era
mío, sobre aquella alfombra algo polvorienta.
No. No fue así. No llegó mi hora. El
Diablo sólo quería convencerme. Deseaba que muriera para caer con
él a las profundidades de su distinguido, horripilante y seductor
averno. Quería que yaciera mi alma junto a la suya por el resto de
la eternidad. ¿Se imaginan un mundo sin Lestat? Pues eso hubiese
ocurrido si yo me hubiese rendido. Durante toda la aventura escuché
con atención, dejando que aquel ser o entidad me hablase al oído.
Pero, por otro lado, mi alma luchaba y mi mente buscaba una
escapatoria fácil y rápida.
Finalmente, como todos saben, hallé la
puerta de salida y me precipité hasta ella. No me importó lo que
dejé atrás. Ni siquiera los gritos de Memnoch o mi ojo rodando por
aquellas escaleras. Sólo quería ser libre y poder narrar todo lo
que había visto, olido, sentido y escuchado.
Lestat de Lioncourt
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