David ha decidido dar a conocer esto. No es algo muy común en él. Ya se sabe... un caballero calla.
Lestat de Lioncourt
La mañana había sido dura y
ajetreada. Mi llamada a la Orden llegó como un jarro de agua fría a
los oídos de Aaron. Mi buen y viejo amigo Aaron esperaba que todo
fuese una broma, pero al llegar a la cafetería contempló a un joven
desconocido que le miraba con la misma expresión, temblada y
necesitada de su afecto, que siempre había tenido. De los dos
siempre fui el temerario, pero jamás pensó que llegara a esos
extremos donde ponía en riesgo todo lo que había labrado con mis
manos, conseguido poco a poco y que se había convertido en mi
legado.
La cafetería estaba situada en un
pequeño y modesto barrio de las afueras de Londres. El olor a café
penetraba con fuerza, ofreciéndote cierto consuelo, igual que el pan
tostado con mantequilla y la diversa bollería casera que se ofrecía
en las, pequeñas y coquetas, vitrinas acristaladas. Los clientes no
sospechaban nada de esa reunión de detectives paranormales, de gente
con poderes más allá de lo común, como si fuéramos superhéroes
que se ocultaban tras un antifaz logrando adaptarse al ritmo de vida
habitual. Las camareras no vestían uniforme, pero sí ropa
ligeramente similar, y todas tenían una sonrisa agradable.
Únicamente el camarero encargado del café, un joven delgado y muy
pálido, bostezaba de vez en cuando mientras servía café tras café.
Yo estaba en una de las mesas del
fondo, con el periódico doblado entre mis manos y una taza de café
solo. La tostada que se hallaba, como a un palmo de mí y en un
pequeño plato, estaba mordisqueada pero ya se encontraba demasiado
fría para seguir comiéndola. Mi aspecto era de lo más común.
Tenía el cabello revuelto, cayendo sobre mi frente hasta mis
delgadas cejas, y mi aspecto era el de un joven de unos veintitantos
años, tez ligeramente oscura y rasgos algo exóticos aunque con
cierta elegancia inglesa. El cuerpo era más grande que el que una
vez tuve, más delgado, con musculatura y aún así me había
adaptado perfectamente a él.
Aaron me miró con una expresión de
sorpresa, llevándose una de las manos a la cabeza en un intento de
ordenar sus ideas. Caminó hacia mí, abriendo su gabardina gris humo
y la dejó sobre uno de los asientos. Después sin más guardó
silencio esperando que yo contara la historia. Él pudo ver que daba
datos de la orden, de mí y de él, de todo lo que habíamos vivido
secretamente y de cuánto amé a Merrick, así de como fracasé en mi
intento de protegerla de mí, y de las veces que él me rogó que
dejase de perseguir las peligrosas fantasías de Lestat.
Tras la conversación, donde
prácticamente estuve hablando yo, nos levantamos y pagamos el
desayuno para ir al motel donde me hospedaba. Allí me senté en la
cama, agotado por las horas de vuelo y las noches sin dormir. Me
saqué la camiseta y me recosté en el colchón, él hizo lo mismo.
Se tumbó a mi lado permitiendo que hablara de nuevo, que me
desahogara.
—Has hablado bastante de todo lo que
te preocupa, pero ahora deja que hable yo—dijo sacándose el jersey
de cuello de pico y cuadros escoceses, para hacer lo mismo con la
camisa y dejar su pecho al descubierto—. Hay muescas en mi torso de
peleas y ocasiones peligrosas que hemos vivido, ¿las ves? Sí,
puedes verlas—explicó acariciando un corte que iba bajo su pezón
derecho hasta el costado. Era de un cristal que había estallado
frente a nosotros. Su rostro no sufrió corte alguno, pero si su
pecho en el cual se le incrustó un gran pedazo. Fue una de nuestras
primeras misiones y él me salvó—. Pero hay algunas que no vas a
ver, heridas que van a comenzar a crearse para no borrarse jamás. Si
no logras tener ese cuerpo tuyo, si te quedas como ahora, vivirás
más que yo. Te pondrás en peligro otra vez, porque te conozco, ya
que eres nuevamente joven y yo no podré ir tras de ti. No podré ser
tu Watson, Sherlock—comentó recostándose nuevamente, quedándose
girado hacia mí y provocando que recordara todas nuestras miserias.
Algo que creí dormido, casi enterrado,
se avivó provocando que lo besara y colocara mi mano derecha sobre
el cierre de su bragueta. Él no me impidió ese roce, sino que
colocó su mano incitándome a seguir. Su lengua se mezcló con la
mía, así como su aliento, y sus labios se aferraban con fuerza
evitando que diese marcha atrás a ese impulso. Jamás lo había
besado. Siempre me había contenido. Pero al parecer el deseo que
siempre había tenido, y que nunca confesé, era mutuo.
La cremallera cedió y saqué su
miembro para comenzar a lamerlo, besarlo y succionarlo con
desesperación. Mis manos fueron a sus caderas, las cuales él movía
sutilmente, y las suyas se colocaron sobre mi cabeza. Me atraía
hacia él jadeante y nervioso, como si fuese la primera vez que
alguien lograba ofrecerle ese placer, pero me aparté para bajar sus
pantalones y terminar de desnudarme.
Él acabó por incorporarse y comenzó
a lamer mis pezones, así como mi vientre y la erección que había
formada ya entre mis piernas. Se postró ante mí como un muchacho
inexperto, su lengua era torpe y sus labios intentaban ocultar sus
dientes. Yo acabé dominando el movimiento de su cabeza, agarrándolo
con fuerza y ofreciéndole un ritmo demencial. Penetraba con rabia su
boca, llegando hasta el fondo de ésta y acariciando su garganta.
Escuché varias arcadas, su respiración era dificultosa, y
finalmente se retiró recostándose de espaldas.
No dudé en atacar. Me arrojé sobre él
penetrándolo con fuerza desmedida. Él chilló y terminó mordiendo
la almohada, aferrado a las barandillas de metal del cabecero,
mientras yo me movía rápido y desesperado. Gemíamos, jadeábamos y
coreábamos nuestro nombre. Finalmente él se incorporó sentándose
sobre mis rodillas flexionadas, penetrándose así mismo, y echando
los brazos hacia atrás tirando de algunos de los mechones de mis
oscuros cabellos. Su cuerpo era el de un hombre de mediana edad,
cerca de los sesenta años, pero no me importaba. Nunca me importó
verlo envejecer hasta ese momento. Sabía que quizás no teníamos
otra oportunidad.
En uno de los movimientos tocó el
punto de placer, el epicentro de la lujuria y el orgasmo más
placentero, para finalmente caer sobre la cama dejándose hacer. Me
aferré con fuerza a sus glúteos, clavando mis uñas y abriendo bien
su entrada, mientras él seguía gimiendo. Había llegado pronto,
como era natural, por el nerviosismo de la primera vez y el sentir
ese placer destruyéndolo de la cabeza a los pies. Pero yo estuve un
par de minutos más ofreciéndole mi mejor ritmo, algunos azotes,
mordiscos en su cuello y hombros. Me movía rápido, casi de forma
dolorosa, pero acababa con movimientos suaves y saliendo unos
instantes para ofrecerle ciertas caricias.
Cuando acabé me recosté en la cama
con la espalda pegada al colchón, sintiendo el sudor recorrer cada
parte de mi piel, y él no tardó en acomodarse a mi lado esperando
que mi boca rozara la suya. Sí, volví a besarlo y abrazarlo. Fue mi
forma de despedirme, pues sabía que no encontraría al dueño del
cuerpo y que posiblemente tampoco pudiese volver a ser el hombre que
fui.
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