Dicen que todos tenemos un lugar al que
regresar. Siempre hay una ciudad que nos acoge en nuestros sueños.
De algún modo sentimos nostalgia por un trazado concreto, por las
miradas indiferentes de los ventanucos de algún viejo edificio, la
indulgencia de las plazas modernas, el poderío de los grandes
luminosos o el encanto de las coquetas esculturas de alguna fuente.
Queremos regresar a toda costa para sentirnos en casa.
Hacía tiempo que sentía que Nueva
Orleans no era el lugar al que volver. Era el punto de partida de
muchos de mis célebres momentos. Allí fui profundamente feliz y
desgraciado. Los buenos momentos, al fin y al cabo, deben pesar más
que los peores que podamos vivir. Sin embargo, poco a poco el dolor
era cada vez más intenso y mi vida parecía haberse convertido en un
pozo de lamentos. También, para ser honestos, siento que todo lo que
tenía que vivir en ese trozo de tierra salvaje y elegante que es la
ciudad, una mezcla constante de lo nuevo con lo viejo y de distintas
culturas, ya no me servía.
Paseé por el mundo durante meses que
se convirtieron en años. Recorrí desiertos, manglares, montañas y
ciudades llenas de almas tan vacías como las de un maniquí de
centro comercial. Me dejé llevar por la música rock de mis
auriculares, me coloqué unas gafas de sol y permití que nadie me
reconociera mientras miles decían ser yo. El mundo se llenaba de
jóvenes queriendo imitarme de forma torpe.
Sin embargo llegué al lugar al cual
creí que jamás regresaría ni en mis peores pesadillas. Era
Auvernia. Llegué una fría noche de invierno donde todo estaba
nevado del mismo modo que aquella mañana cuando ensillé mi yegua,
tomé mi escopeta con munición y dejé que mis mastines me
acompañaran a matar a los lobos que me harían leyenda. De fondo el
aullido de uno de esos animales, de los que tuve que matar sin opción
alguna por pura supervivencia del ganado, me dio la bienvenida como
si supiera que el “Matalobos” estaba de nuevo en casa.
La silueta ruinosa de mi castillo, o
mejor dicho del castillo que perteneció a mi familia, aparecía
desdibujado como un montículo de piedras mal colocadas. Suspiré
sintiendo cierta ansiedad porque ante mí, ante mis ojos, se
presentaba el lugar donde habían muerto mis hermanos. Ellos nunca me
quisieron del todo, no me apoyaron en mis decisiones, pero a la vez
siendo que hubiesen dado la vida por mí, por salvarme y por
ayudarme. Tal vez aquellos tiempos eran tiempos de egoísmo porque se
vivía en una constante selección natural. La ley del más fuerte se
imponía incluso en el seno familiar y ellos me detestaban porque
nuestra madre, fría e inaccesible para todos, me refugiaba entre sus
brazos y asesinaba a cualquiera con sus ojos grises.
Me percaté que algo en mí me pedía
construir el castillo y vivir allí. Sentí que sería como los
vampiros románticos más clásicos. Me convertiría en una leyenda
aún mayor. Pero, sobre todo, volvería a un sitio al que llamar
casa. Dejaría de rodar. Podría meterme en mi cama y aspirar el
aroma familiar del bosque que aún se extendía por el valle.
Lestat de Lioncourt
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