No hay nada más erótico que ver a un hombre rendido a sus pecados. Y por cierto, bonitos pecados eran los de Julien.
Lestat de Lioncourt
Esperaba siempre apostado en una
esquina recargándome de mi lado derecho observando con detenimiento
toda la avenida. Mis ojos azules se movían sobre las baldosas
contándolas una a una, mirando sus grietas y admirando los zapatos
de aquellos que iban y venían. A veces era terrible tener que
esperar allí aquellos apurados pies que se movían con destreza en
unos elegantes zapatos de tacón. Sin embargo, no me importaba. Jamás
me importó gastar mi tiempo en algo así.
Ese día simplemente subí a su
apartamento. Ya lo había hecho en otras dos ocasiones. Yo mismo le
ayudaba a pagar el alquiler para que no fuese una carga excesiva en
su ajustado salario. Por un lado me lo echaba en cara diciendo que no
era su querida, por otro me lo agradecía cuando veía que las
facturas se acumulaban y no había dios que las pagara. Él sabía
que tenía dinero siempre dispuesto para echarle una mano y ayudarle
en lo que fuera. No lo hacía para comprar su amor o su deseo, era
simplemente porque sabía que el dinero me sobraba y que no lo
disfrutaría una vez muerto. Así que los billetes me quemaban en las
manos y él los aceptaba a regañadientes.
Cuando subí el último tramo de la
escalera escuché el fonógrafo de la compañía Victrola que yo
mismo le había comprado en un arrebato de melómano. Aida de Verdi
se colaba por aquellos estrechos muros mientras otros vecinos del
edificio, menos afortunados en educación, vociferaban sus tragedias.
Al llegar a su puerta golpeé con fuerza para que me escuchara. Él
no abrió de inmediato la puerta aunque noté como observaba por la
pequeña mirilla que yo estaba allí. Al final abrió parcialmente
para dejar ver sólo un poco de su dulce rostro.
—Estoy molesto, ¿por qué no te vas
con tu mujer?—preguntó con voz ligeramente exasperada.
—Me iría si no hubiese firmado los
papeles del divorcio—dije.
—Seguro que no ha sido idea tuya.
¿Qué fue eso de un Mayfair sólo puede estar con un Mayfair?—dijo
frunciendo el ceño.
—¿Qué fue eso de no voy a fruncir
el ceño porque me saldrán arrugas y sólo tengo veinte años?—mis
palabras lograron que perdiera cierta compostura y malhumor. Siempre
encontraba las palabras mágicas a las cuales aferrarme para que él
se sosegara.
—¿Qué quieres? No tengo ganas de
verte—se recargó mejor sobre el pomo de la puerta y suspiró—.
Estoy molesto—dijo aceptando lo evidente.
—¿Por qué me esperas entonces con
esa lencería que te compré?—pregunté—. Sabías que si no
aparecías subiría e intentaría colarme en tu apartamento.
La música paró y noté como Lasher
surgía aún bailoteando. No era un melómano cualquiera, pues usaba
cualquier melodía, a veces hermosas composiciones musicales y otras
autores muy simples, para despistar a un espíritu que me perseguía
allí donde fuera.
—Vamos a jugar a las cartas—dijo
apoyando sus manos invisibles sobre mis hombros—. No te va a
entender nunca, Julien. ¿No ves que es sólo un muchacho? Qué
risa...
—Me la puse porque me parece
bonita—murmuró sonrojándose mientras se pensaba quitar o no la
gruesa cadena dorada que evitaba que pudiese pasar.
—Abre—comenté deseando entrar para
poner de nuevo en marcha el gramófono y evitar de ese modo que ese
imbécil estuviese parloteando. Quería ponerle una mordaza a ese
maldito desgraciado que sólo me aconsejaba de la peor de las formas
y me traía terribles dolores de cabeza.
—Está bien...
Cerró de golpe y abrió de inmediato
para dejarnos pasar. Lasher se quedó callado porque sabía que había
perdido. Siempre perdía. Cuando era estar con Richard se quedaba sin
un discurso decente, pero me molestaba que me envolviera como si
fuese una soga. Así que simplemente me acerqué al aparato e hice
que la pieza comenzara de nuevo.
Él se quedó allí de pie esperando
que calificara su endiablada belleza mientras la puerta se cerraba.
Cuando me giré para verlo bien tuve deseos de arrancarle aquellos
delicados encajes. Llevaba un corsé que habían hecho a medida para
él a juego con una lencería de encaje que cubría escasamente su
sexo oculto, con cierto ingenio, un liguero y unas medias que se
ajustaban perfectamente a sus hermosas piernas. Todo era en un único
color, el negro, y el encaje era de aguja porque era el más fino,
aunque también el más costoso, que llenaban su cuerpo con elegantes
flores salvajes. Su piel quedaba resaltada al igual que su figura.
Era como ver a una mujer sabiendo que
tras esa pose casi celestial, de labios pintados de rojo y largos
cabellos negros, había un hombre tentándome con cada milímetro
jóvenes carnes y prietas nalgas. El pelo lo llevaba suelto y caía
en bucles bien formados sobre sus hombros, aunque no todo ese pelo
era suyo. De hecho, llevaba peluca porque usualmente tenía un corte
algo masculino. Fuera de esos muros pocos habían logrado verlo con
esas prendas. Cuando lo veían bajar por la escalera pensaban que era
su hermana que había ido a verlo.
—¿Deseas que me ponga también el
vestido o me quedo así?—dijo mientras percibía que estaba
descalzo.
—Ponte los tacones que tanto me
gustan. Esos que te compré hace unos meses—contesté—. Los que
fueron un regalo por tu cumpleaños.
Él sólo sonrió echando casi a correr
hasta el zapatero que había en su dormitorio. Al regresar lo hizo
marcando el paso al ritmo de la música. Lasher sólo bailoteaba de
un lado a otro y pronto dejé de pensar en su presencia cuando
Richard se acercó a mí, pegándose como una gatita mimosa deseando
caricias. Mis brazos lo acogieron estrechándolo contra mí mientras
hundía mi nariz en su cuello. Olía al caro perfume francés que a
veces se obsequiaba gracias a pequeños contactos con amigas en las
perfumerías más elegantes, caras y populares de la ciudad.
—Tu hombre está en casa—dije
mientras mordisqueaba su cuello—. ¿Por qué no le das la
bienvenida como se merece?—pregunté provocando que se mordiera sus
voluptuosos y carnosos labios ensalzados con ese color carmín tan
llamativo.
Él simplemente puso sus manos sobre mi
torso jugando sutilmente con mi la punta de mi corbata. Sus largas
pestañas postizas parecían infinitas y enmarcaban una mirada
salvaje. Sonrió suavemente con picardía mientras permitía que mis
manos acariciaran su cintura hasta sus caderas marcadas. Era delgado
y tenía una belleza sutilmente femenina. Verlo a él era ver a un
ángel jugando a ser un demonio tentador. Y, realmente, jugaba muy
bien sus cartas.
Dejó de mover sobre mi corbata
aquellos dedos, de uñas largas y bien cuidadas, para apoyarlos en
mis caderas entretanto se arrodillaba. No tardó en abrir la correa,
quitar el único botón de mi pantalón y echar abajo el cierre de la
cremallera. De entre mi ropa interior sacó mi sexo ya algo despierto
sólo con verlo y olerlo. Mi corazón comenzó a bombear rápido
cuando sentí su aliento acercarse a mi glande. Sus labios se posaron
con cariño sobre mi miembro ofreciéndole dulces besos que
terminaron siendo entregadas lamidas. Me miraba mientras lo hacía
quizá recordándome que no había mujer sobre la tierra que lo
hiciera mejor.
Suspiré mientra sonreía dichoso.
Realmente apreciaba que se comportara tan sumiso conmigo, pero sobre
todo me enloquecía notar como poco a poco su destreza se
desarrollaba con cada una de mis visitas. Lograba endurecer a un
hombre que ya traspasaba la mediana edad, aunque no lo aparentaba,
como si fuera un adolescente. Mis manos fueron a su cuello, justo
bajo su mentón, cuando empezó a succionar lentamente hasta llegar
casi a la base de mi pene. Me manchaba con su labial pero no me
importaba. Que dejase restos allí era una marca más que él dejaba
por algo más que puro capricho. Al final mi diestra se colocó sobre
su coronilla y la zurda lo agarró por la nuca. Él dejó de mover
libremente la cabeza para sentir la furia de mis embestidas. Sólo
abría la boca para que yo lograra incluso atragantarlo con algunos
movimientos bruscos.
Cuando estuve absolutamente duro,
dispuesto para él, lo levanté agarrándolo del brazo, hasta casi
marcar mis dedos, para arrastrarlo hasta uno de los muros del salón.
No era la primera vez que no tenía cuidado al sentirme pletórico.
La música acabó y Lasher guardó silencio sólo porque el
espectáculo le fascinaba. No tardé demasiado en colar mi mano
dentro de sus bragas de encaje para tocar su miembro ya abultado,
casi queriendo salir de aquella estrecha tela, mientras con la mano
que tenía libre, la izquierda, recogía su cabello para morder su
nuca. Él gimió con el tono de una mujer y eso me encendía. Tenía
las características que tanto me incitaban en un hombre y las que me
enloquecían de las mujeres. Un hombre no sabía seducir de ese modo
y tampoco era capaz de gemir tan desesperado.
—Julien... —dijo tembloroso notando
mis dientes tirar de su carne, pellizcar con fuerza su piel,
patéticamente masticándolo—. Julien... —su voz cada vez se
quebraba más sobre todo cuando bajé sus bragas hasta los tobillos e
introduje mi lengua en su deliciosa entrada. Aquel agujero se había
convertido para mí en la abertura al placer, en la pequeña grieta
al paraíso. Cuando mi lengua se colocó dentro soltó un jadeo
entretanto curvaba sus piernas y se apoyaba desesperado en la pared,
rasguñando el papel pintado que él había elegido para decorar
nuestro pequeño nido.
No dudé ni por un momento en sacar mi
rostro de entre sus glúteos para morderlos, besarlos y lamerlos
mientras colaba un dedo. Él me miraba girando su rostro esperando el
momento que llegó cuando me incorporé y lo penetré sintiendo la
dulce presión de su recto. Mi glande buscaba golpear justo en el
lugar exacto de su próstata y logré hallarlo con cierta facilidad
porque ya conocía sus puntos débiles.
—Gime putita—dije agarrándolo del
cuello con la diestra mientras mordía uno de sus hombros. Él sólo
contestó moviendo sus caderas y abriendo mejor sus piernas. La zurda
bajó los finos tirantes de su sujetador para poder moverlo hacia
abajo. Deseaba poder pellizcar sus pezones y de hecho acabé
haciéndolo entretanto mi boca marcaba la cruz de su espalda, su
nuca, sus hombros e incluso sus orejas desnudas debido a las prisas
que se había dado al vestirse.
Sus gemidos y jadeos cada vez eran más
levados convirtiéndose en la mejor ópera jamás estrenada. Mis
gruñidos y gemidos bajos se unían a mis palabras indecentes que le
forzaban a estar cada vez más duro. Quitó entonces el apoyo de su
mano derecha para poder masturbarse, pero rápidamente agarré ese
brazo para echarlo hacia atrás. Quería que llegara al orgasmo sin
tocarse, sólo con mis penetraciones.
Tras varios minutos de forcejeo,
movimientos duros de pelvis y lenguaje sucio él llegó apretándome
contra él, dejándome sumido en un éxtasis casi religioso. Segundos
después de notar como eyaculaba salpicando la pared y el suelo,
incluso su fina lencería, lo hice yo. Entonces me aparté sofocado
para sentarme en el sofá con el miembro aún algo duro y el rostro
empapado en sudor, con mi cabello cano revuelto sobre mi frente y mis
manos apoyadas contra el brazo del asiento y los cojines.
Él caminó a duras penas porque le
temblaban las piernas, lo cual provocó que se cayera y se arrastrara
hasta mí. Quedó con su rostro sumergido entre mis piernas lamiendo
cada gota de semen que no había llenado sus entrañas.
—Es cierto que ella me ha dejado—dije
aún con la voz tomada—, pero también es cierto que no me importa.
Tengo en ti todo lo que busco en una mujer y en un hombre—susurré
levantando su rostro al sostenerlo entre mis manos—. Tú eres
provocación, erotismo puro...
Jamás me interesó qué pudiesen
pensar de mí al tener un amante masculino que, para más inri,
travestía en un juego peligroso donde los sentimientos estaban a
flor de piel y el placer caminaba más allá de la frontera del
infierno.
---
Dedicado al pequeño tesoro que he encontrado hace unos días. Logras que quiera volver a cometer pecados por este mundo.
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