Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

domingo, 21 de agosto de 2016

Madurez IV

Y aquí finalizan sus memorias. Espero que les haya gustado conocer un poco más a Rose y a Viktor. 

Lestat de Lioncourt


Después tomé la mano de Rose, mientras me secaba con un pañuelo de seda que había dejado en el bolsillo de mi chaqueta, para marcharnos al teatro. Los transeúntes nos miraban como si fuéramos seres de otro mundo. A veces sentía que sabían que conteníamos cierto poder, sobre todo desde que conocí personalmente a hombres de Talamasca. Sabía que sentía tanta culpa, pero no era su culpa, por mucho que ella pudiese creer que lo era y martilleara en su alma como si fuese un cuervo siniestro sobre el busto de Palas. No, no era su culpa. Podría decirse que la culpa era de mi padre, que también su padre adoptivo y de sangre, porque a veces olvidaba que nosotros podíamos acometer las mismas locuras que él había hecho repetidas veces, que todavía hacía y que posiblemente haría hasta que el mundo explotara.

Mi traje no lucía perfectamente planchado por culpa del salvaje agarre que había sufrido, pero logré adecentarlo y pasaba desapercibido. Mis ojos azules se movía por los grises adoquines hasta sus zapatos de tacón, como si fuera una Cenicienta, para luego subir por sus tobillos hasta el borde de aquel elegante traje de noche. En un momento dado la tomé por la cintura y la hice girar junto a mí metiéndola en un callejón. Ella había bebido, pero yo aún no.

—Haremos algo—dije—. En el palco hay dos asiento más, posiblemente ocupados, y por ende beberé de los que estén allí. No sé si será hasta la última gota o sólo algunos sorbos. Juro que intentaré que sólo sean sorbos—comenté mirándola a los ojos mientras mis dedos se movían como arañas por su vientre. Estaba nervioso como un adicto a la cocaína porque la sed me descentraba, me ponía histérico, y podía incluso notar como bombeaban las venas de mi cerebro gritando que bebiera, que me saciara. Por eso, y no por otro motivo, dudaba que salieran ilesos los dos estirados que estuvieran con nosotros—. ¿Aceptas el trato?—pregunté antes de besarla hundiendo mi lengua entre sus carnosos labios mientras la pegaba contra mí. Era maravillosa, como maravilloso era el calor que me ofrecía aquel cuerpo aún tierno pese a la poderosa sangre que le daba vida, y yo, por supuesto, un iluso que amaba cada trozo de su piel como si fueran los pétalos de las rosas de un idílico jardín. Ella, por supuesto, respondió al beso con la misma intensidad. Acabó tomándome de la nuca acariciando mis cabellos más cortos y la otra, la diestra, rozaba mi mejilla y mentón con mimo.

—Acepto, pero al menos...—susurró apartando algunos cabellos que tapaban la parte izquierda de su cuello, ofreciéndole su piel desnuda —Bebe un poco de mí, así al menos podrás controlarte más. Por favor, es mi culpa que no hayas podido alimentarse aún.

—Si lo hago, Rose, dejaremos de tener la capacidad de contactar el uno con el otro—dije jadeando algo nervioso. Mis ojos brillaban y podía notar mis manos algo temblorosas—. Entremos al teatro—comenté apartando mis manos de ella para sacar de mi chaqueta las entradas.

Rápidamente la saqué del callejón y comenzamos a caminar hacia el cruce, tras este estaba el teatro. No había ya cola alguna para entrar, ni elegantes trajes y tampoco limusinas esperando que sus dueños bajasen para desfilar hacia el interior. La función llevaba más de quince minutos, pero no importaba. Pasamos por el vigilante, pidió las entradas y nos observó. Se detuvo varios segundos en mi rostro, memorizando mis facciones y pensando que era un adicto. Sí, demonios, era adicto y no me importaba. Mi única adicción era la sangre, si no contábamos el sabor de los besos de Rose.

Finalizaba el primer acto de Cyrano de Bergerac cuando logramos acceder. El público se ponía de pie. La mayoría parecía entusiasmada con la actuación, salvo el inútil con quien compartiríamos velada. En medio de la penumbra, mientras el telón estaba alzado, él se reclinó para cabecear. Había idiotas, muy idiotas y luego estaba él que malgastaba un asiento tan magnífico de una obra sensacional que estaba llenando la sala.

Al parecer su acompañante, una mujer, había salido a empolvarse la nariz. Así que yo senté a mi prometida cerca de la barandilla para que pudiese observar el centenar de almas que abarrotaban ese pequeño teatro, para hacer lo propio con el hombre que cayó seducido ante una pequeña conversación. Yo no era su tipo, eso estaba claro, pero cualquiera se rinde a los encantos de un jovencito y más si es un vampiro.

—Suelo venir con mi padre—le dije—. Pero yo me aburro, ¿sabe? Traje a mi hermana para que ella se distraiga.

—Es muy bonita—aseguró.

—Oh, sí, pero a mí me gustan los hombres maduros y sensibles—reí bajo golpeando suavemente su muslo provocando que me mirara con cierto deseo. Acto seguido se abalanzó sobre mí, pero yo no le dejé que me tocara demasiado. En menos de un minuto yacía sin pulso y yo al fin me relajaba.

Miré hacia el escenario con la silueta de Rose ocultando parte del espectáculo. Deseé estrecharla entre mis brazos mientras colocaba sutilmente al inútil en la silla de modo que parecía dormido, como si estuviera en brazos de un dios bondadoso, para luego tirar suavemente de ella y sentarla sobre mis piernas.

—Adivina... mañana podríamos ir a un lugar especial—dije escuchando los zapatos de tacón de la acompañante del idiota que había sido sólo mi aperitivo.

Sabía que se ponía celosa y esos celos me hacían sentirme más atractivo, cotizado y dichoso que cualquier halago que pudiese venir de sus labios. Aunque comprendía que se sintiese tonta, pues yo era absolutamente fiel y me había convertido en su guardián. Ambos éramos fuertes, poderosos, jóvenes y atractivos pero yo me volvía un perro agresivo si alguien se acercaba a ella con las intenciones de hacerle daño, aunque sólo fuese con una mirada despectiva. Era mucho peor que mi padre. Aún así jamás evitaba que pudiese hablar con otros, pero me mantenía atento por si las intenciones no era tan cándidas como las que ella podía llegar a creer. Acepto que lo sigo haciendo y ella, por supuesto, también.

Hace unos días me confesó que hubiese deseado ver como se deshizo de aquel imbécil que intentó atraparla, violarla y rajarla como a otras de sus víctimas. Aquel cretino maloliente que posiblemente se habría pasado más de una semana junto a las basuras sin que nadie se percatase que estaba muerto. También me confesó que se quedó algo avergonzada por no haber acabado con él por una tontería.

—¿Qué lugar? ¿Lo conozco?— dijo apartando cualquier otro pensamiento de su cabeza y me abrazó mimosa, prodigando besos a en mi frente y mejillas; en parte como disculpa y por otro lado porque quería decirse a sí misma que sería suyo toda la eternidad y no tenía porqué sentirse celosa de nadie.

—He pensado que podríamos tomar un vuelo inesperado, dejar Nueva York atrás y todo el continente americano, para desplazarnos a la vieja Europa. Deseo ir contigo a Roma—dije mirándola a los ojos notando un brillo, sólo un pequeño brillo, de celos que me encantó.

Me endulzaba la noche que fuese así, que aún tuviese esos pequeños ataques de celos y rápidamente se recompusiera. Mientras, tras nosotros, la mujer tomaba asiento y comenzaba a blasfemar porque aquel pobre imbécil, ese inútil sin modales, al fin se había dormido.

El segundo acto fue espléndido y lo pasé aferrado a ella en silencio. Mi mentón estaba sobre su hombro y mis labios rozaban su nuca. Podía ver perfectamente el escenario, los actores, escuchaba sus voces vibrar alzándose hasta la cúpula dorada y caer sobre los emocionados espectadores.

Aquella obra, mitad drama mitad comedia, era sin duda alguna una de mis favoritas. Podías sacar tanto en claro en cada frase, en cada gesto, y en cada oportunidad que tenían sus principales personajes que acababas amándolo aún más. Un hombre hermoso por dentro, pero feo por fuera, ayudando a que otro lograse ser feliz mientras él se cubría de dolor.

Por como sonreía podía decir que estaba encantada y, además, no se cortó en darme otro beso en los labios dejándome con una estúpida sonrisa. Amaba que fuese así de cariñosa y cómplice conmigo. Creo que por eso me enamoré de ella ciegamente cuando conversamos aquella primera vez. No dudó en tomar mis manos, reír a carcajadas con algunos de mis comentarios y apoyarse en mi hombro mientras me contaba las historias que conocía de mi padre. Sé más por ella de mi padre que por mi padre mismo y sus libros. Comprendo cada mueca porque son las mismas que ella me ha descrito.

Si le dije de llevarla a Europa fue porque desde que había podido ir con sus tías, las mujeres que hicieron la gran proeza de cuidarla y educarla mientras Lestat iba y venía, no había podido pisar de nuevo aquellos encantadores parajes y ciudades abarrotadas de personas algo distintas en mentalidad a las americanas o neoyorquinas. Era cierto que habíamos ido a Francia con mi padre, pero las reuniones eran tan agotadoras que ni siquiera habíamos disfrutado de París. Él de inmediato nos mandó con Armand para que nos vigilara como un perro de presa. Thorne estaba en la ciudad porque Jesse Reeves y David Talbot estaban terminando de arreglar la biblioteca y el templo de Maharet y Khayman, el cual quedó algo destruido por culpa de Rhosh y Benedict. Esos dos pelirrojos, uno de inteligencia aguda y otro torpe pero bondadoso, estaban siempre tras nuestros pasos.

Por otro lado sería un viaje cómplice, romántico, lleno de aventuras porque no iríamos con un guía ni con nadie que nos dijera dónde, cuándo, cómo y porqué estar en un edificio u otro. Quería ver las maravillosas esculturas de las numerosas fuentes italianas, dejarme llevar por los bucólicos paisajes de los viñedos de la Toscana, hundirme en el mar de las diversas zonas costeras, ir a los monumentos más atractivos y los museos más llamativos... ¡Y por supuesto! Quería llevar algunos frascos experimentales de Fareed para poder lograr retenerla entre mis brazos, hacerle el amor como meses atrás y seducirla durante toda la noche. Quería demasiadas cosas, esperaba demasiadas emociones en ese viaje.

Mientras pensaba en una cosa y otra, recreándome en emociones que aún no habíamos vivido, ella se quedó en mi regazo disfrutando del espectáculo, riendo y llorando al pasar de las escenas, y acariciando mis manos.

Por otro lado me mantuve al margen de aquella mujer, dejándola viva, para pedirle a Rose que nos marcháramos antes de terminar el último acto. Sabía que le emocionaba la obra, pero no podía permitir que encontraran el cadáver con nosotros allí. Tendríamos que hacer declaraciones y era mejor huir antes que cualquier cosa pudiese pasar.

A nuestra salida noté la brisa cálida del verano, deseé que el mundo se parara en ese instante y que me evitara estar perseguido como si fuese un delincuente. Mi padre se marchaba a una nueva aventura y nos dejaba a lo dos sometidos a sus espías. Toda la ciudad estaba llena de ojos para mí, aunque sólo fueran un puñado de inmortales. Sabía de mi molestia de ser perseguido por los mayores, ella también la sentía. Se abrazó a mí y le dio un beso a su mejilla antes de susurrarme al oído.

—Llevame a casa, tenemos mucho qué empacar, ¿no, mi amor?—dijo con sus ojos brillantes por la idea que había tenido.

¡Ah! Casi la tomo en volandas y echo a correr como un maldito demente. Podía hacer que el mundo quedase a un lado, incluso el tráfico de las calles, para convertirme en una máquina de guerra que arrollaría a cualquiera por entrar en el edificio, tomar las maletas y meter algunos libros, unas cuantas camisas, pantalones, suéteres finos, mudas limpias y algunos zapatos cómodos para el viaje. Incluso era capaz de hacer la suya. Con un par de maletas bastaba. Además, teníamos cuentas cargadas de ceros porque todos nos habían ofrecido su apoyo y yo estaba emprendiendo ciertos negocios.

¿No había terminado ella sus estudios? ¿No había terminado yo los míos? Este año de carrera había sido concluido por cursos en línea gracias a ciertos programas de ordenador y porque mi padre logró personarse en las diversas universidades, junto con Fareed y Seth, para abogar porque nos diesen esos permisos especiales aunque el curso ya había comenzado. Sí, estudiábamos. Pero no estudiamos como los idiotas de los libros más insufribles que he podido leer. ¡Absolutamente no! Yo quería terminar la carrera porque ya empiezo algo lo termino. Mis notas eran excelentes y también las de Rose. No teníamos porqué estar un verano encerrado en Nueva York por muy buenos espectáculos que tuviesen los teatros, por grandes conciertos al aire libre que se diese en los diversos parques o estadios. ¡No, demonios! Merecíamos viajar libres como cualquier joven.

Al llegar al apartamento corrimos los dos de un lado a otro. Estábamos frenéticos y reíamos a carcajadas. Recuerdo que me tuve que sentar sobre su maleta para que pudiese cerrarla y ella hizo lo mismo con la mía. Cuando nos dimos cuenta había pasado una hora. Después bajé al parking y tomé mi Mercedes, dejé las maletas dentro del maletero y conduje hasta el aeropuerto. No teníamos billetes, pero podíamos comprar unos de última hora en primera clase. En primera clase siempre sobraban algunos asientos y conseguimos uno de un vuelo que iba a despegar casi de inmediato.

—Cariño, di adiós a las cadenas de papá—dije guiñándole un ojo.

—Adiós, tito Lestan. Adiós, normas. Adiós a todos...—comentó aferrándose con fuerza a mi brazo mientras reía.

La chica no podía comprender porqué estábamos tan radiantes, pues sólo era un viaje. Pero comprendió pronto todo cuando pudo ver mi anillo de compromiso en mi mano. Oh, sí. Yo le había pedido matrimonio aunque no era algo habitual entre los inmortales. Esa clase de cosas son para humanos, pero ¿no éramos en parte una mutación? No dejábamos de ser por completo humanos.

En el avión estuve besando a Rose todo el tiempo. Llevaba algunos tubos de hormonas para ambos que no había usado. Había robado algunos a Fareed la última vez que entré en su laboratorio. Aunque tampoco puedo decir que los robé porque me los pasó mi madre de contrabando y Seth se echó a reír por mi descarada reacción.

Todo fue magnífico las primeras horas. Llegamos al hotel casi a punto de ver el amanecer y nos encerramos en la habitación. Dormimos desnudos, pegados uno al otro, en una inmensa cama de matrimonio en una de las suite de lujo de uno de los hoteles con más encanto y belleza. Al despertar tuve la pesada sensación que algo iba a ir mal, pero evité decirle nada a Rose. Nos tomamos un baño juntos, nos acicalamos y bajamos al hall para dejar las llaves. Queríamos pasear. Esa noche sería una aventura.

Y menuda aventura...

Nada más pasar dos avenidas, recorrer un parque y pararnos frente a una coqueta cafetería muy elegante nos encontramos a Landen paseando con Marius, ambos discutían. ¿Y cuál era la discusión? Pues nosotros...

—Pueden quedarse en Roma todo el tiempo que quieran. Si tienen algún contratiempo siempre pueden buscarme—decía meneando suavemente la cabeza—. Ah, Marius, no impongas aquí tus reglas de tirano porque no voy a permitírtelo.

—Me envía su padre—dijo.

—Como si te envía Dios mismo, que no existe, por su orden y mandato divino—respondió situándose frente a él sin temor alguno aunque era más enjuto, joven y, por ende, más débil.

—¡Ahí están!—gritó echando a correr hacia nosotros.

No nos movimos. Sabíamos que si huíamos iba a ser peor. La bronca fue subiendo de tono hasta que Landen intervino pidiendo la palabra. Persuadió a Marius, aunque nos amonestó por marcharnos de Nueva York sin dejar claro nuestro paradero. Sonreí satisfecho cuando nos aseguró que él vigilaría porque tuviéramos una estancia cómoda, que podríamos incluso visitarlo a su modesta vivienda, y que no pasaría nada. Además, acabó llamando a mi padre y diciéndole que él sería nuestra carabina. Marius tuvo que retroceder en su empeño en llevarnos con él, entró en un callejón y se marchó gracias a su don para volar. Por nuestra parte nos echamos a reír cuando Landen se despidió exigiendo únicamente que nos reportáramos alguna noche para poder visitarlo, “tomar” un café con él y hablar de nuestras pequeñas aventuras.


¡Roma era nuestra!  

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Gracias por su lectura

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Lestat de Lioncourt