Seguimos con estas memorias... de verdad... "De tal palo tal astilla".
Lestat de Lioncourt
Hizo que caminara a su lado, atándome
en corto como quien dice, porque para él era el enemigo si se
trataba de su querida, adorada y amada Rose. Podía ser su hijo, pero
con quien se había desvivido todos esos años era con ella.
En cuanto Armand le confesó que ambos
estábamos cerca sus nervios aumentaron de golpe. De inmediato
comenzó a correr por las calles por donde podía sentirme, como si
mi perfume la atrajera como una flor a las abejas. En el segundo que
vio a ambos corrió con más fuerza aún hasta dar con mis brazos,
los cuales se abrieron rápidamente para sentirla pegada a mí.
Tiritaba como una hoja en mitad de una fuerte ventisca.
—¡Fue mi culpa, lo juro tito
Lestan!—dijo girándose para ver a Lestat con los ojos llorosos por
el remordimiento que sentía—¡Yo eché a correr, fue todo mi idea!
Castígame a mi y no a Viktor, si no ¡Me haré yo misma todo lo que
le hagan a él!
No quería que la castigaran por mi
culpa. Aunque tampoco lo permitiría si así fuese. Me sentía
culpable por no quitarle esa idea de la cabeza, pero ambos éramos
demasiado rebeldes, testarudos... demasiado Lioncourt.
—Tus escoltas son unos
inútiles—reprochó a Armand.
—Marius ha dado con él, ¿no?—dijo
encogiéndose de hombros.
—Él no es parte de tu equipo de
seguridad—respondió apretando los puños.
No lo era. Thorne era parte del equipo
de seguridad de Armand, junto a Antoine que a veces vagaba de club
nocturno en club nocturno para cazar nuevos talentos y aprender de
ellos. Pero Marius simplemente me seguía la pista porque era su
responsabilidad, o al menos así lo veía él en su retorcida mente
milenaria, al haberme dado la sangre y esta oportunidad magnífica de
conocer el mundo por mis propios medios. Aunque, ¿conocía mundo?
Sólo Nueva York y las fortalezas donde Fareed y Seth me
enclaustraban para ver la evolución de mi ADN tras adquirir aquella
poderosa sangre milenaria.
—No, pero olfatea bien a su creado y
eso es lo que cuenta—respondió—. Hubiese dado cualquier cosa por
ver la cara de sorpresa de Viktor al ver a Marius, ¿cómo fue?
¿Puedes recrearla para mí?—murmuró con cierta sorna. Casi le
faltaba dar pequeños brincos y aplaudir completamente entusiasmado
con la sola idea de verme sufrir una derrota tan humillante—. Tu
hija se defiende bien, él es mayorcito y tú le has enseñado casi
todo. Marius, inclusive, ha hecho que sea más fuerte de lo que
fuiste a sus años. ¿Qué esperabas, Lestat?—dijo alzando una de
sus delgadas cejas mientras echaba hacia atrás sus brazos. Parecía
un muchachito más y no un inmortal regodeándose ante la sola idea
de ver a mi padre, el Príncipe de los Vampiros, sufrir por una
niñería—. Son iguales a ti, los dos son tercos como mulas y
disfrutan quebrando reglas. Cuanto más les impongas más se alejarán
de ti.
—No me alejaría de mi padre y Rose
tampoco—no pude contenerme porque esas últimas frases estaban de
más.
—Estás quebrando sus normas,
Viktor—aseguró mirándome con esos enormes ojos castaños—. No
es la primera vez.
—Ni será la última—respondí sin
titubeos—. Me gusta quebrar las reglas que se nos imponen porque es
así como todos nosotros, incluyendo a Marius que es quien las ha
elaborado, hemos aprendido. Se aprende de los errores y no de los
consejos—aseguré mirando primero a Armand y luego a mi padre—.
Aunque es cierto que...
—Rose, no quiero verte rondando
hombres—intervino nuestro padre—. No quiero que te alejes de
Viktor. No voy a permitir que te acerques a escoria, te guste o no, y
vas a obedecerme o terminarás escoltada por Sevraine y sus
mujeres—mientras hablaba Armand suspiraba como si se hubiese olido
ese discurso—. Y tú, niño insolente, la próxima vez que intentes
entrar en ese tipo de antros te juro que iré yo mismo a golpearte.
—A tugurios peores vas, papá—aseguré.
—No me lleves la contraria—dijo
clavando sus ojos azules de tonalidades violáceas en los míos.
Sabía como imponerse, pero conmigo no iban esos trucos.
—¿Qué has dicho? ¿Qué no quieres
que haga lo mismo que haces tú con el resto?—sonreí antes de
tragarme mis propias palabras sólo con la mirada que me echó—. Lo
siento...
—Si te atreves a separarme de Viktor,
me tiraré a la hoguera yo misma; peor aún, dejaré que el Sol me
lleve tal como pasó con Claudia.
Sabía que no quería herirlo, amaba a
Lestat porque fue el único padre que conoció siempre. Ella lo
idolatraba. Pero también comenzaba a fastidiarse de su conducta.
Siempre tan entrometido, encima de los dos como si fuéramos niños e
intentando saber qué hacíamos. Pronto pediría que lleváramos
cámaras continuamente.
—Ya no soy una niña, soy mayor
incluso que Viktor y he sufrido más. Además, incluso tú rompes las
reglas. No es justo que me trates como una mocosa—decía todo
aquello sin separarse un milímetro de mí, su prometido, con miedo
aún a que pudieran castigarme.
—Lestat, pasas demasiado tiempo con
Marius y te estás cubriendo de gloria—comentó Armand.
—Haces lo mismo con Sybelle—le
reprochó.
—Sólo cuando hay vampiros peligrosos
sueltos por la ciudad, entonces sí puedo ser algo menos indulgente.
Sin embargo, jamás la trataría como algo que no es. Cometiste un
error terrible con Claudia, ¿vas a cometerlo ahora con este par de
hijos que te ha dado la fortuna y la ciencia?—preguntó mirándolo
a los ojos—. Te vas a convertir en Marius a este paso, Lestat.
Harás que todos cumplan tus reglas como un maldito tirano, logrando
así que la inmortalidad deje de ser atractiva y comience a serlo el
sol, el fuego y la decapitación.
—Sólo quiero protegerla—le
reprochó—. Ya viste que ocurrió cuando la dejé ser...
—Pero ya no es humana—dije
interviniendo porque ya no podía aguantarme más—. Ya no es humana
y yo tampoco lo soy. Podemos hacernos cargo de nosotros mismos—rodeé
a Rose para calmarla mientras miraba a mi padre conteniéndose las
ganas de llorar. Estaba dándose cuenta que no podía domesticarnos,
que eso sólo traería fatales consecuencias para todos.
—Lestat, ya nadie puede dañarme. Te
tengo a ti, a Viktor y a la Tribu... ¿acaso no es suficiente? No soy
humana, viviré toda mi vida a tu lado y nadie podrá apartarme de
ustedes. Pero no me hagas lo que le hiciste a Claudia, deja de
tratarme como a una niña. No soy tu pequeña. Ya no tienes que venir
a besar mi frente, arroparme y contarme un cuento para sentirme
amada. Ni siquiera tienes que llamarme cada día para saber dónde
estoy o si me he alimentado. Eres mi tío Lestan, mi adorado tío
Lestan, el hombre que me salvó la vida cuando era una niña
demasiado inocente y el que me ha convertido en una mujer con sus
consejos. ¿Dónde está el hombre que me dijo que podía hacer todo
lo que quisiera? ¿Está ahí? ¿Está en alguna parte?— alargó un
brazo hacia su adorado tío y padre, acariciándole la muñeca y los
dedos de su mano derecha con cariño. Sus ojos mostraban un amor
ferviente que en parte me llenaba de celos. Yo no tenía ese vínculo
con mi padre y tampoco con mi madre, ella era demasiado desentendida
de sus labores como tal. Si bien admiraba a ambos y me sentía
querido—Deja que por fin tenga libertad sin nadie que me obligue a
hacer lo que no quiero—susurró—. No me recuerdes mis
encierros...
—Marchaos—dijo sin soltarse de esas
caricias. Al parecer su discurso lleno de afecto y verdad había
hecho que entrara en razón—. Aún así deseo saber en todo momento
dónde estáis.
Sabía que no hacía falta que le
dijéramos personalmente dónde estábamos. Amel estaba en nuestras
venas, cabalgando sobre nuestros glóbulos rojos, incitándonos y
llamándonos a ser y no ser. Miré a los ojos a mi padre y me acerqué
a él para besar su mejilla. Sentía admiración, amor, respeto y a
la vez miedo. Un miedo terrible a ser rechazado, a no ser el hijo que
él quería o soñó tener. Sin embargo, apartó un segundo a Rose
para abrazarme.
La primera vez que me abrazó creí que
me caía al suelo. Había soñado toda mi vida con conocer a mi
padre, el vampiro de las grandes proezas y el joven que soñó con
ser artista. Todo mi mundo se resumía en querer ser el hijo
predilecto, el hijo que todo hombre ama, y me comporté como ellos
decidían. Quería pasar la prueba para que me presentaran a mi padre
y entonces rogarle libertad, ser como él y decirle que lo admiraba.
Pero todo se fue al diablo. Lo único que pude hacer fue contestar a
su necesidad de saber de mí. Mi admiración creció como mi miedo.
En esos momentos, en los que sentí su colonia y su calor, no pude
contenerme y acabé llorando hasta que él me apaciguó con un par de
golpes en la espalda.
Después tomé la mano de Rose,
mientras me secaba con un pañuelo de seda que había dejado en el
bolsillo de mi chaqueta, para marcharnos al teatro. La función ya
había comenzado, estaba seguro, pero no me importaba. El primer acto
no era el importante, ni el más maravilloso de todos, y la
representación ya la habíamos visto unas diez veces en lo que iba
de mes.
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