Estaba allí de pie, apoyado en el
marco de la puerta, observando como jugueteaba con sus dedos sobre
los numerosos libros apilados. Había una enorme hilera de autores
franceses y otra, aún mayor, de sus adorados autores británicos y
rusos. Pocos autores jóvenes, o revelación de estas últimas
décadas, se habían apilado uno contra otro en aquel coqueto
librero. Eran escasos los libros de ese apartamento, pero no faltaban
ejemplares de Dickens, Jane Austen o Dostoyevski. De hecho, “Crimen
y castigo” estaba tan manoseado que incluso se encontraba algo roto
y desgastado.
—¿Qué buscas?—pregunté.
—No lo sé—respondió.
—Algo debes saber—dije entrando y
cerrando la puerta.
Estábamos cara a cara como en un duelo
épico. Cientos de vampiros darían parte de su eternidad por ver ese
duelo de miradas. Él me observó impávido, absolutamente abstraído,
como si yo no le importara. Pero yo le observaba con una curiosidad
infinita. Quería agarrarlo por el rostro, hundir mis dedos en sus
mejillas y comprobar que era un monstruo. Sí, un monstruo tan
similar a mí y a todos los que son como nosotros. Pero allí, con
esas ropas tan simples, parecía ser un muchacho común, más bien
vulgar, que estaba esperando Dios sabe qué.
—Estaba recordando viejos tiempos en
mi apartamento y decidí buscarte. Antes era imposible hallar contigo
y ahora es como si llevases un cartel de neón encima—dijo clavando
sus ojos castaños en los míos. Pude ver entonces una chispa de vida
en ellos. Podía aparentar que nada le dolía, pero por dentro era un
infierno cargado de almas en pena.
—Me has encontrado porque yo he
querido—repuse—. Nada más—añadí con tono condescendiente
mientras desabotonaba mi americana, para abandonarla en una de las
sillas cercanas al escritorio.
Hacía calor. Un calor de mil demonios.
El verano parecía no querer irse. Nueva York palpitaba con sus
luces, su estruendo, sus musicales a altas horas de la noche, las
salas de fiesta más lujosas no cerraban hasta que despuntaba el alba
y las calles siempre estaban llenas de turistas fotografiando todo.
Incluso había visto como fotografiaban indigentes a cambio de un par
de monedas. Indignante, la verdad. Pero así es el ser humano, así
somos todos.
Había adquirido este modesto
apartamento para tener un lugar donde descansar cerca de Trinity
Gates, el edificio que ahora era sede de los vampiros de todo el
mundo, y, donde se dirigían las miradas de jóvenes y milenarios.
Ciertamente, necesitaba mi espacio. Amaba ser admirado, pero
detestaba que no me dejasen respirar.
—Quizá—contestó con una sonrisa
minúscula en esa boca voluptuosa, tan carnosa como tentadora,
entretanto sus manos pasaban de los libros al borde de la mesa, del
borde de la mesa a mis manos que se habían quedado pegadas a la
silla al dejar la chaqueta.
Pude sentir la tibieza de su piel a
través de la palma de sus manos, así como sus dedos apretando
suavemente las mías. Me miró a los ojos desesperado y dejó que un
par de lágrimas brotaran recorriendo sus mejillas. Parecía dolido,
perdido, angustiado y todo ese hieratismo se había ido por el
sumidero. Allí tenía un ángel doliente y no un demonio. Maldito
bastardo... ¡cómo odio que me haga esto!
—¿Por qué nunca he conseguido que
me ames?—preguntó con la voz quebrada.
—Yo te amo—respondí soltando sus
manos como si me ardieran.
—Lestat... ¿me amas?—dijo
arrojándose a mi cuello rodeándome con sus brazos—. ¿Me amas de
verdad?
—Armand... —murmuré notando como
Amel reía bajo. Se divertía. Mis problemas sentimentales siempre le
provocaban carcajadas inmensas.
—Lestat, dímelo—rogó cerca de mis
labios y entonces no pude más. Ya no me contuve.
Besé a Armand de forma arrebatada y lo
abracé como se abraza uno a la esperanza. Él coló su lengua y
acarició la mía de forma tan tentadora que no quise separarlo.
Entonces lo noté. Su sangre cálida y viscosa salía de su boca en
dirección a la mía y yo hice lo mismo. Me corté la lengua y le
ofrecí de mi sangre. Tras varios minutos nos separamos completamente
arrobados, él suspiró y me miró confuso. Sí, me había besado.
Sí, había sido infiel a un amigo y a su amante. Sí, habíamos
caído en el mismo juego de siempre. ¡Dios, cómo lo odio! ¡Cómo
lo odié!
Lestat de Lioncourt
No hay comentarios:
Publicar un comentario