—Ah... ¿Ya hemos empezado?—pregunté
apoyando mi codo derecho sobre uno de los libros mientras el dorso de
mi mano quedaba contra mi mejilla, sujetando así mi perfecta cabeza.
Tras él estaba una inmensa galería de arte y literatura. Era mi
biblioteca favorita en el castillo. Un cuadro de Louis y mío lo
presidía todo. Era como un vínculo con el paso, el presente y el
futuro. Pues yo quería estar cerca de Louis incluso en los momentos
más terribles. Ahora lo sabía, aunque supongo que siempre lo supe.
Sé que lo idealizo demasiado, pero así es el amor.
—Sabes que eres como un hijo para
mí—comentó.
—En tus memorias decías lo
contrario—canturreé volviendo a mis quehaceres.
Si creía que iba a detenerme
acobardándome como un niño pequeño por miedo a algún castigo
indeterminado, o a sentir su cinturón, estaba tremendamente
confundido. Iba a contrariarlos a todos y a salirme con la mía, como
siempre. No era tiempo para detenerme. Debía comprobar ciertos
misterios. Amel me ayudaría en todo momento a no trastabillar y
perder el control.
—Quería molestarte y hacerte cambiar
de opinión—repuso.
Solté una carcajada tras otra mientras
lo miraba. Lo dijo tan serio, con una voz tan profunda, que no pude
controlarme. Me divertía. Era estupendo ver como intentaba
imponerse. Ya no era ni el más antiguo, ni el más poderoso y
tampoco el más sabio. Aún así, ¿qué importaba? Él imponía su
respeto. Había vivido más tiempo que muchos como humano y
desarrolló cierto apego a la vida, pero también a la opulencia de
una época que ya había sido sepultada miles de veces, y sus
aventuras como inmortal, desde su nacimiento en la oscuridad hasta
los últimos acontecimientos, era mucho mejor que todos los libros de
ciencia ficción, aventuras de Indiana Jones y acción que había
leído. Admiraba a ese vampiro. Apreciaba terriblemente a Marius,
pero ya no me aterraba las consecuencias. Siempre decía que iba a
tomar cartas en el asunto, pero luego todo era puro teatro. A veces
creo que sólo intentaba impulsarme a cometer locuras. Él sabía que
cuanto más me negaran algo más lo intentaría.
—¿Por tu amor?—pregunté tomando
las diversas hojas que tenía dispersa por el escritorio.
—Por todo—respondió.
—Demonios...—suspiré dejando el
montón de anotaciones frente a mí mientras me recostaba en el
asiento, reclinádnome por completo hacia atrás, y colocaba mis
manos sobre los brazos de la silla— ¡No lo lograste!—exclamé
encogiéndome de hombros para molestarlo, pero él permaneció
impasible.
—Sí, fue una estrategia muy
estúpida—respondió.
—Admites que eres un mal
estratega—dije guiñándole un ojo.
—A veces—sonrió descarado
incorporándose para caminar por la estancia.
—¿Te sientes fascinado con estas
nuevas teorías?—pregunté por preguntar. No quería que la
conversación quedase ahí. Amaba romper los silencios que a veces
tomaba como un delicado envoltorio de su personalidad.
—Espíritus... —murmuró—siempre
negué que existieran y ahora me abofetean poderosamente en la cara.
—Sí, pero no son dioses—dije
levantándome para ir hasta donde se encontraba. Así, frente a
frente, me volvía a sentir un joven insoportable. Además, llevaba
una chaqueta menos elegante que la suya, iba sin corbata, estaba
descalzo porque amaba sentir el tacto de la alfombra persa bajo mis
pies y mis pantalones eran unos jeans. Podían ser de Armani, pero
eran unos jeans.
—Milagrosamente. Sin embargo, supongo
que en otros tiempos fueron llamados por el hombre de ese modo. Quizá
los celtas pensaban que esos espíritus, a veces benefactores, lo
eran.
No pude evitar en recordar las
trifulcas que habitualmente llenaban los salones y pequeñas
habitaciones, incluso los sofás más cómodos, cuando ambos estaban
frente a frente. Mael había desaparecido. Unos decían que había
muerto bajo el sol, otros que estaba vivo. Fuese como fuese sabía
que era un tema delicado para él.
—Ojalá estuviese Mael aquí para
escucharte—dije tras una risilla.
—No mientes al demonio en casa de
Dios—respondió molestándose.
—¡Ah! ¡Marius! Jamás vas a
cambiar—contesté echándome a reír.
Por mucho que a él le molestase iba a
estar siempre pendiente de las noticias de la posible supervivencia
de ese patético hombrecillo, ese ser que se había ganado a pulso el
apodo de “salvaje” y que cuando aparecía lograba que se
convirtiera en un demonio terco e inaccesible. A su modo se querían,
extrañaban y necesitaban. Yo lo sabía.
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