Mi madre es una leona... y yo soy cría.
Lestat de Lioncourt
Me llegaron murmullos al principio,
luego grandes noticias y después una oleada de comentarios que me
apabulló. Hablaban de mi hijo. Cuando nació supe que sería el
único capaz de conmoverme o aterrarme. Estuvimos a punto de morir
ambos en el parto, pero él tomó la misma decisión que yo: no
rendirnos.
Lestat tiene un carisma fuerte, un
actitud desafiante y un deseo insano de conocer o comprender el
mundo. Ha decidido recorrer cada pedazo del mundo, cada recoveco, con
tal de llenar el vacío que siente constantemente. No necesita ser
llamado héroe. Realmente creo que detesta esa palabra. Ha aprendido
que un héroe tiene que cumplir ciertas reglas, poseer virtud y
dominio del control de su carácter. No obstante, siempre se
sacrifica por los demás. Yo sólo me sacrificaría por él. Los
demás no son importantes. No dudaría en matar a alguna de las
mujeres que tanto me admiran, e incluso de asesinar inocentes que me
persigan únicamente porque le parezca atractiva. Si tengo sed, lo
haré. Él no. Jamás haría daño a una persona bondadosa por mucho
que insistiera en conocerlo. Tal vez lo asustaría hasta dejarlo
pegado al suelo o al sucio muro de un callejón.
Ese carisma, esa moral, ese fuerte
deseo de conocer hizo que un ente, el cual se hizo catalogar de
demonio y cuyo nombre era Memnoch, apareció frente a él como las
vírgenes en los montes y cuevas. Un gran milagro. Sobre todo porque
trajo un velo que parecía haber sido perdido hacía milenios. Era
una reliquia. Mi hijo trajo a este mundo una fe renovada en Dios, el
mismo que lo juzgó desde su nacimiento y lo señaló como un ser
abominable. Porque mi hijo, tal como dijo Louis, no nació humano.
Esa fuerza que nace de su interior, que emana con esa pasión, es
indiscutiblemente sobrehumana. No conozco a muchos hombres como él.
Quizás en parte se debe a que jamás le permití rendirse del todo.
No me sentí orgullosa cuando llegué
al punto de reunión o encuentro. Había cientos de jóvenes armando
alboroto por New Orleans. Reconozco que he estado alguna que otra vez
por la ciudad, pero sólo de paso. Quería saber cómo estaba mi
hijo, como toda madre que se preocupa por el bienestar y la felicidad
de los suyos. No podía reconocer todo ese enjambre alrededor de lo
que él era. Me sentí asqueada. Sobre todo cuando entré en la
capilla y me vi a todos reunidos como si estuvieran velando un cuerpo
sin vida. Él estaba allí tendido, con sus cabellos alborotados
contra ese mármol sucio. Tenía las prendas de un príncipe, pero el
aspecto de Aurora tras pincharse el dedo con la rueca.
Me acerqué a él apartando a los demás
con sólo una o dos miradas. Empujé a Armand lejos de mi hijo y me
senté en la pequeña escalinata que daba al altar. Junto a él,
tomándole la mano, estaba Louis. Lloraba. Me di cuenta que lloraba
desesperadamente. Mi hijo no había muerto y no entendía porqué
todos parecían lamentar su pérdida. Los miré desafiándolos una
vez más y me puse en pie.
—Mi hijo no está muerto—dije—.
Aquí no se vela un cadáver, sólo se protege a un vampiro. Salid
ahí fuera, echad a esos insignificantes moscardones y evitad que se
sienta agobiado. Él hablará cuando se sienta cómodo, cuando llegue
el momento. Y tú, mocoso infernal, más te vale que no te acerques a
mi hijo—añadí mirando a Armand a los ojos. Él abrió ligeramente
su encantadora boca de angelito descarriado y dio dos paso hacia
tras. Pese a ser más viejo sabe que yo soy más ruin si se trata de
venganza.
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