Comprendo el sentimiento de ambos.
Lestat de Lioncourt
—¿Estás preparado?—pregunté a
ese maldito infeliz.
Estaba allí parado con un elegante
traje italiano a medida, con unos pulcros mocasines y numerosos
anillos de oro en sus largos dedos. Parecía uno de esos mafiosos que
salían en “El Padrino”, aunque sus ojos castaños delataban que
no era humano.
—No, no lo estoy—replicó.
Ni siquiera se giró para contestar.
Estaba allí ensimismado frente al espejo inducido en miles de
pensamientos. Pude haber leído su mente para comprobar cuales eran
sus estúpidos recuerdos, sus crueles ideas y sus fatídicos sueños.
Pero por pudor, o más bien por miedo a encontrarme una desagradable
sorpresa, me quedé allí observando su espalda algo menos ancha que
la mía.
—¿Cuál es el motivo?—dije
cruzándome de brazos.
—Ha muerto—dijo tomando un mechón
de su largo y ondulado cabello castaño, lo puso tras la oreja y
suspiró—. Ese es el único motivo, Marius.
—Fue decisión suya—respondí.
No era el único que lo extrañaría.
Armand era mi tesoro. Podría decirse que estaba aceptando que mi
mejor creación, la criatura por la cual más he padecido por mis
malas decisiones, ya sólo era cenizas y recuerdos. Unos recuerdos
que me llevaban a Venecia y provocaban que viese cientos de máscaras
de diversas formas y colores, escuchase una música de vals y risas
enlatadas, así como llegaba el profundo aroma del sudor y el sexo
mezclado con las pomposas vestimentas. Carnavales, fiestas, óleos
frescos que ya colgaban de mi pared y frescos maravillosos llenos de
ángeles con la mirada para nada inocente de un adolescente.
—Si yo hubiese estado a su lado lo
hubiese retenido o hubiese muerto con él—afirmó tomando una goma
para el cabello que tenía en su muñeca derecha, agarró toda su
espesa melena y la ató. Si no hubiese sido él, ese maldito infeliz
de Santino, hubiese jurado que era uno de los muchachos más
atractivos que había visto en mucho tiempo. Pero no podía dejar de
pensar que ese miserable exterminó mis sueños en Venecia—. Jamás
me perdonaré no estar ahí. Soy parcialmente culpable de todo lo que
le ha ocurrido.
—Al fin lo aceptas—mascullé entre
dientes.
—Siempre lo he aceptado—dijo
tomando el maletín que tenía a la orilla de sus zapatos—. Pero si
hice lo que hice fue para que no lo mataran los otros vampiros, pues
quería que se fortaleciera aunque cayese en la locura. Era como ver
a un ángel en mitad del infierno.
Excusas. Para mí fueron excusas. No
obstante, cuando creíamos que nos deshacíamos de sus restos tuvo
que decir la frase que más me enervó, hirió y desmoronó. Dijo que
lo amaba. Santino tuvo la desfachatez de decir que amaba mi dulce
Amadeo, pues jamás dejé de sentir que siempre sería mi querubín.
Juré entonces que lo destruiría. No podía permitir que ese maldito
fanático descreído siguiese vivo.
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