Pobre Armand... sólo diré pobre Armand...
Lestat de Lioncourt
Aún puedo sentir la nieve cayendo
fuera, amontonándose sin cuidado alguno, como lo hace hoy en Nueva
York. Pero aquella nieve era más pura, más fría y duraba meses.
Apenas tenía una o dos prendas de abrigo, mi casa era pequeña pero
acogedora y mi madre intentaba acumular suficiente leña para pasar
todo el invierno. El agua se congelaba fácilmente y había que
calentarla al fuego para poder trapear el suelo, lavar los pocos
enseres de cocina que poseíamos y las caras de mis hermanos
pequeños.
Era el mayor de los hijos de un hombre
que amaba más la bebida, la caza y el bosque que a su familia. Mi
madre era dura, trabajaba ocasionalmente el campo y lavaba las
prendas de algunas familias con mejor posición económica. Por mi
parte, desde niño, pintaba retablos para los monjes e iglesias
cercanas. Mi destino era ser parte de la orden religiosa que mi padre
había elegido para mí. Me esperaba una vida de ayuno, silencio y
soledad en una celda donde debía aspirar a que Dios me bendijera de
alguna forma. Pero toco cambió. Aquellos que han leído mis memorias
saben que cambió por un rapto un día de ofrendas.
Durante meses fui torturado, vejado y
llevado de un puerto a otro en un navío. Me intentaron vender en
muchas ocasiones, sobre todo a hombres deseosos de palpar una piel
joven. Aún no había cumplido los dieciséis y era el platillo
favorito de los viejos hombres de negocio. Aquellos que cruzaban los
océanos para buscar nuevas tierras, ambicionando negocios novedosos
y haciendo pactos con el diablo mismo si era necesario.
Fue tal el dolor y la miseria que
olvidé quién era, pero no el aceptar que me doblegaran. Estuvo a
punto de ser castrado y también golpeado hasta la muerte. Quizá mi
belleza, la cual me hace parecer un querubín, evitó que me
mutilaran. No lo sé. Únicamente recuerdo llegar a la vieja
Constantinopla y empezar a servir en un burdel. Allí Marius me salvó
la vida.
En aquel vampiro todos veían un
mecenas importante, alguien con autoridad y fortuna, pero yo veía a
Dios. Creí que era el Mesías que mil veces había pintado en mis
obras. Rubio, de ojos azules, piel tersa y lozana, ropas rojizas y
manos suaves tan frías como bondadosas. Me abrazó y sentí que
quizá mi vida terminaba en ese momento. Creí que la muerte estaba
cerca y por eso Jesús mismo había venido a calmar mi atormentada
alma, y prepararla así para la ascensión.
Iluso. Iluso de mí. Maldito iluso.
Creí llegar al cielo, pero sólo fue una ilusión. Aún así daría
cualquier cosa por volver a aquella bañera donde él me introdujo,
sentir la esponja sobre mi pecho desnudo y sus labios besando con
amor mis mejillas. Ofrecería mi eternidad y todo lo que sé por esos
escasos minutos donde me sentí adorado, amado y consolado. La paz de
aquella bañera, de esas aguas perfumadas, no volvería jamás. Por
eso a veces lloro cuando veo la nieve caer, pues me recuerdan al
sufrimiento que viví, al tormento que soporté, sólo para alcanzar
esos segundos de gloria.
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