Estoy de acuerdo... ¡El amor no es binario!
Lestat de Lioncourt
Hace unas noches llegué a la mansión
tras una noche extenuante. Las oficinas siempre me parecían tumbas
perfectamente decoradas para enterrar el alma. Al menos eso me han
parecido siempre. Modernas infraestructuras una iguales que otras,
agujeros en poderosos muros de hormigón y luces eléctricas de tubos
fluorescentes. Mi hogar era muy distinto. Construido en pleno
Nápoles, en uno de los barrios más antiguos e importantes, poseía
enormes y vistosas columnas de mármol que sujetaban ambas plantas
con el vigor de antaño. La escalera, ligeramente curva, subía hacia
la segunda planta donde se hallaban los dormitorios, la inmensa y
fastuosa biblioteca, mi taller y un pequeño lugar donde Arion solía
perderse durante demasiado tiempo.
Decidí marcharme al dormitorio que
compartía con mi maestro. Quería verme ante el espejo. Una vez más
me había colocado uno de mis elegantes trajes y complementos de
Ermenegildo Zegna. El gabán gris plomo cubría la belleza de un azul
delicado y a la vez oscuro, con una corbata en tonalidades cercanas
al celeste y pequeños topos blancos. Me sentía elegante, pero a la
vez fuera de mi mismo.
Siempre he odiado la ropa binaria.
Aunque parezca absurdo creo que amo los trajes, las corbatas y los
mocasines y a la vez los detesto. No puedo aceptar de ningún modo
vestir siempre de un único género. No soy así y mi ropa grita que
tampoco debería serlo. A veces coloco hermosos medallones de camafeo
para darle un toque delicado, algo femenino, por los dibujos que
ensalzan la belleza de la feminidad. Otras veces son colores que
suelen asociarse a la mujer. Pero esta vez no pude salirme de la
estricta línea que divide el hombre de la mujer.
Una vez en el dormitorio me quedé
observando mi figura, esbelta y de proporciones casi perfectas, ante
el espejo de cuerpo entero que Arion adquirió para mí. Según él
tenía que aceptar lo que era, mi belleza al cien por cien, y dejar
de pensar que mi cuerpo no me pertenecía. Supongo que poco a poco,
tras el paso de los milenios, ya he ido comprendiendo que la carne
que me da forma no es una cárcel. La única cárcel es la sociedad.
Si bien, aún duele.
Me deslindé del vínculo que tenía
con mis prendas para quedar ligeramente desnudo, pues la fina y
delicada lencería en negro perla apreció sobre mi lechosa piel.
Parecía un maniquí. Mis pequeños pechos destacaban demasiado
debido a la complexión masculina de mi cuerpo y al deslizar también
estas dos inútiles piezas, de encaje y satén, aparecieron los
atributos de una mujer y de un hombre.
—El hijo de Afrodita y Hermes—siseé
recordando sus palabras.
Por unos instantes me trasladé a un
mundo distinto, pero tan real que aún duele. Recordé los latigazos
sobre mi piel y los insultos, así como la sensación febril que
llegó súbitamente a mí la noche en la que creí que moriría. Dejé
de encontrarme en el confort de mi hogar y ya no me hallaba en mi
adorada Nápoles, sino nuevamente en la ciudad que destruyó el
Vesubio. Pompeya estaba en su apogeo, fuera se escuchaban algunos
carros y el pasar de comerciantes hacia sus hogares. Ya había caído
la noche, pero los borrachos celebraban una vez más su escaso amor
hacia sí mismos. Él estaba frente a mí, prácticamente adorándome,
mientras intentaba no sentirme tan pudoroso ni estúpido al estar
desnudo ante un hombre como él.
Apareció con su piel negra como la
noche, con ojos más profundos que el lago bravío por donde cruzaba
Caronete a las miles de ánimas perdidas, y una voz tan profunda y
varonil que me sacó de mis cavilaciones cuando habló. Si no
recuerdo mal rompí a llorar. La angustia se apoderó de mi garganta
y prácticamente caí de bruces, pero él me sostuvo como todo un
caballero. Me abrazó, besó mis largos cabellos oscuros y juró que
me amaría por siempre.
Únicamente salí de esa vorágine
cuando sentí su aroma cerca, penetrante y llamativo, mezclado con su
colonia ligeramente especiada. Estaba a mis espaldas y sus manos ya
se colocaban en mis caderas. Apartó mis cabellos echándolos a un
lado y besó mi nuca. Un ligero cosquilleo recorrió mi columna
vertebral, mientras mis manos se pusieron sobre las suyas. Me sentí
tan torpe y estúpido que quería que la tierra me tragara.
—Debes aceptarte tal como eres—dijo
pegando sus labios a mi oreja derecha, tras apartar mis cabellos
hacia el lado opuesto, entretanto sus prendas de invierno, un suéter
grueso y unos pantalones de pana oscuros, rozaban mi delicada piel.
—¿Por qué?—pregunté bajando los
párpados y dejando que parte de mi pelo cubriera mis andróginos
rasgos.
—Porque sólo de ese modo dejarás de
sufrir por lo que puedan pensar los demás. No vivas con la sociedad,
vive con tu propio cuerpo. Disfruta de quien eres—sus últimas
palabras las dijo deslizando sus manos de las caderas a mi vientre,
mientras su boca se colaba en la cruz de mi espalda, encajándose
también bajo mis omóplatos y caderas. Acabó arrodillado mordiendo
mis glúteos y acariciando con mimo mis ingles.
Sus dedos eran como el roce de las
plumas de las alas de un ave, pero con la perversidad de un demonio.
Tuve que abrir la boca con los labios temblorosos para emitir un
ligero gemido. Se había detenido en la tímida abertura de mi sexo
femenino, rozando con cierto cuidado mi virilidad. Ambos sexos
siempre eran atendidos por sus manos, como si realmente aún me
afectara su roce y necesitase llegar al orgasmo.
Recordé nuevamente esa noche. Vino a
mí la imagen de sus ojos oscuros clavándose en los míos,
enterrándose hasta tocar el alma, con su aliento pegado a mi bajo
vientre y su lengua acariciando con mimo mi erección. Dos de sus
dedos de una de sus manos me estimulaban preparándome para lo que
después ocurriría. Mis manos, torpes debido a los espasmos que
sentía recorriendo toda mi figura, se apoyaron en sus anchos hombros
y arrugaron la tela de su túnica. En cierto momento, aún no hago
memoria de cuándo fue realmente, caí de espaldas con las piernas
abiertas. Pude sentir el frío del suelo arcilloso de la vivienda
donde me resguardaban, para que los clientes vinieran a violarme
desgarrándome el alma.
—Arion—dije en la realidad, lejos
de mis eróticos recuerdos, abriendo las piernas y permitiendo que
nuevamente él me echase contra uno de los muebles, en concreto
contra el tocador, y me abriese las piernas como a una ramera. Sabía
como tener el toque brusco y delicado al mismo tiempo, ese que tanto
me encendía.
Su mano derecha se colocó en mi
garganta como si fuera una gargantilla, apretando ligeramente con sus
toscos dedos, la zurda subió mi pierna izquierda al mueble y después
bajó su bragueta. Del mismo modo que esa noche, esa en la que las
estrellas parecieron bendecir mi camino por este truculento periplo
de horrores que llamamos vida, me penetró. Su gruesa y larga
virilidad, similar a la de un monstruo insaciable e irascible, me
arrancó el aliento abriendo mis ojos de par en par. El tímido
espejo que yacía en el tocador, algo más pequeño que aquel que
estaba en la entrada, sintió el golpe de mis pequeños senos sobre
su reflejo.
—Hermafrotido, así te llaman en las
leyendas—murmuró antes de enterrarme sus colmillos, igual que
aquel día en el cual el suelo fue nuestro único colchón.
Caí en una espiral deliciosa de
gemidos, jadeos, aliento contaminado, manos cálidas y suaves, la
confusión habitual de una pentración dificultuosa y los pellizcos
bruscos de sus dedos sobre mis pezones. Perdí el conocimiento, el
toque con la realidad, entretanto él me usaba como a una muñeca,
pegándome a su cuerpo igual que a un tatuaje, mientras buscaba como
satisfacer cada parte de mi alma. Cada mordisco, arañazo, palabra
sucia y juego de miradas iba enfocada a caldear mi cuerpo hasta la
explosión masiva de mis fluidos manchando su sexo y corriendo por
mis piernas. Mi pequeña hombría estaba dura, pero no eyaculaba ya
que jamás fue productiva, sin embargo él la tomó para jalar entre
los dedos de su mano derecha mientras yo caía del todo contra la
madera de aquel mueble cargado de perfumes, joyas y recuerdos; esos
recuerdos y perfumes que ya yacían en el suelo, sobre la alfombra,
esparciéndose como mil estrellas en la noche más larga del año.
De repente quedó dentro arrancándome
un último gemido desgarrador. Mis uñas arañaron el tocador hasta
hacerme sangre, pues algunas astillas se enterraron bajo estas,
mientras él salía resoplando. Me había hecho suyo. Había
demostrado una vez más que amaba cada trozo de mi ser. Besó mis
hombros, mis costados, mis caderas, mis clavículas y finalmente mis
mejillas y párpados. Me besó como besa un hombre a una diosa o a un
santo milagroso. Nunca me he sentido sucio o maltratado. Él siempre
ha estado ahí para hacerme sentir especial.
—Hombre y mujer, de eso estás hecho,
y por lo tanto te da más poder para comprender a la humanidad, su
injusticia y belleza unida, por los siglos de los siglos—dijo
mientras me tomaba en brazos para recostarme en la cama—. Siempre
juegas con ventaja porque tienes un alma fuerte. Jamás permitas que
te digan qué debes usar. El amor no siente en binario—añadió lo
último con una ligera sonrisa recostándose a mi lado, haciéndome
sentir de nuevo minúsculo junto a ese cuerpo labrado por el esfuerzo
y los latigazos.
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