Durante largos años he publicado varios trabajos originales, los cuales están bajo Derechos de Autor y diversas licencias en Internet, así que como es normal demandaré a todo aquel que publique algún contenido de mi blog sin mi permiso.
No sólo el contenido de las entradas es propio, sino también los laterales. Son poemas algo antiguos y desgraciadamente he tenido que tomar medidas en más de una ocasión.

Por favor, no hagan que me enfurezca y tenga que perseguirles.

Sobre el restante contenido son meros homenajes con los cuales no gano ni un céntimo. Sin embargo, también pido que no sean tomados de mi blog ya que es mi trabajo (o el de compañeros míos) para un fandom determinado (Crónicas Vampíricas y Brujas Mayfair)

Un saludo, Lestat de Lioncourt

ADVERTENCIA


Este lugar contiene novelas eróticas homosexuales y de terror psicológico, con otras de vampiros algo subidas de tono. Si no te gusta este tipo de literatura, por favor no sigas leyendo.

~La eternidad~ Según Lestat

jueves, 12 de enero de 2017

El amor

Estoy de acuerdo... ¡El amor no es binario! 

Lestat de Lioncourt 




Hace unas noches llegué a la mansión tras una noche extenuante. Las oficinas siempre me parecían tumbas perfectamente decoradas para enterrar el alma. Al menos eso me han parecido siempre. Modernas infraestructuras una iguales que otras, agujeros en poderosos muros de hormigón y luces eléctricas de tubos fluorescentes. Mi hogar era muy distinto. Construido en pleno Nápoles, en uno de los barrios más antiguos e importantes, poseía enormes y vistosas columnas de mármol que sujetaban ambas plantas con el vigor de antaño. La escalera, ligeramente curva, subía hacia la segunda planta donde se hallaban los dormitorios, la inmensa y fastuosa biblioteca, mi taller y un pequeño lugar donde Arion solía perderse durante demasiado tiempo.

Decidí marcharme al dormitorio que compartía con mi maestro. Quería verme ante el espejo. Una vez más me había colocado uno de mis elegantes trajes y complementos de Ermenegildo Zegna. El gabán gris plomo cubría la belleza de un azul delicado y a la vez oscuro, con una corbata en tonalidades cercanas al celeste y pequeños topos blancos. Me sentía elegante, pero a la vez fuera de mi mismo.

Siempre he odiado la ropa binaria. Aunque parezca absurdo creo que amo los trajes, las corbatas y los mocasines y a la vez los detesto. No puedo aceptar de ningún modo vestir siempre de un único género. No soy así y mi ropa grita que tampoco debería serlo. A veces coloco hermosos medallones de camafeo para darle un toque delicado, algo femenino, por los dibujos que ensalzan la belleza de la feminidad. Otras veces son colores que suelen asociarse a la mujer. Pero esta vez no pude salirme de la estricta línea que divide el hombre de la mujer.

Una vez en el dormitorio me quedé observando mi figura, esbelta y de proporciones casi perfectas, ante el espejo de cuerpo entero que Arion adquirió para mí. Según él tenía que aceptar lo que era, mi belleza al cien por cien, y dejar de pensar que mi cuerpo no me pertenecía. Supongo que poco a poco, tras el paso de los milenios, ya he ido comprendiendo que la carne que me da forma no es una cárcel. La única cárcel es la sociedad. Si bien, aún duele.

Me deslindé del vínculo que tenía con mis prendas para quedar ligeramente desnudo, pues la fina y delicada lencería en negro perla apreció sobre mi lechosa piel. Parecía un maniquí. Mis pequeños pechos destacaban demasiado debido a la complexión masculina de mi cuerpo y al deslizar también estas dos inútiles piezas, de encaje y satén, aparecieron los atributos de una mujer y de un hombre.

—El hijo de Afrodita y Hermes—siseé recordando sus palabras.

Por unos instantes me trasladé a un mundo distinto, pero tan real que aún duele. Recordé los latigazos sobre mi piel y los insultos, así como la sensación febril que llegó súbitamente a mí la noche en la que creí que moriría. Dejé de encontrarme en el confort de mi hogar y ya no me hallaba en mi adorada Nápoles, sino nuevamente en la ciudad que destruyó el Vesubio. Pompeya estaba en su apogeo, fuera se escuchaban algunos carros y el pasar de comerciantes hacia sus hogares. Ya había caído la noche, pero los borrachos celebraban una vez más su escaso amor hacia sí mismos. Él estaba frente a mí, prácticamente adorándome, mientras intentaba no sentirme tan pudoroso ni estúpido al estar desnudo ante un hombre como él.

Apareció con su piel negra como la noche, con ojos más profundos que el lago bravío por donde cruzaba Caronete a las miles de ánimas perdidas, y una voz tan profunda y varonil que me sacó de mis cavilaciones cuando habló. Si no recuerdo mal rompí a llorar. La angustia se apoderó de mi garganta y prácticamente caí de bruces, pero él me sostuvo como todo un caballero. Me abrazó, besó mis largos cabellos oscuros y juró que me amaría por siempre.

Únicamente salí de esa vorágine cuando sentí su aroma cerca, penetrante y llamativo, mezclado con su colonia ligeramente especiada. Estaba a mis espaldas y sus manos ya se colocaban en mis caderas. Apartó mis cabellos echándolos a un lado y besó mi nuca. Un ligero cosquilleo recorrió mi columna vertebral, mientras mis manos se pusieron sobre las suyas. Me sentí tan torpe y estúpido que quería que la tierra me tragara.

—Debes aceptarte tal como eres—dijo pegando sus labios a mi oreja derecha, tras apartar mis cabellos hacia el lado opuesto, entretanto sus prendas de invierno, un suéter grueso y unos pantalones de pana oscuros, rozaban mi delicada piel.

—¿Por qué?—pregunté bajando los párpados y dejando que parte de mi pelo cubriera mis andróginos rasgos.

—Porque sólo de ese modo dejarás de sufrir por lo que puedan pensar los demás. No vivas con la sociedad, vive con tu propio cuerpo. Disfruta de quien eres—sus últimas palabras las dijo deslizando sus manos de las caderas a mi vientre, mientras su boca se colaba en la cruz de mi espalda, encajándose también bajo mis omóplatos y caderas. Acabó arrodillado mordiendo mis glúteos y acariciando con mimo mis ingles.

Sus dedos eran como el roce de las plumas de las alas de un ave, pero con la perversidad de un demonio. Tuve que abrir la boca con los labios temblorosos para emitir un ligero gemido. Se había detenido en la tímida abertura de mi sexo femenino, rozando con cierto cuidado mi virilidad. Ambos sexos siempre eran atendidos por sus manos, como si realmente aún me afectara su roce y necesitase llegar al orgasmo.

Recordé nuevamente esa noche. Vino a mí la imagen de sus ojos oscuros clavándose en los míos, enterrándose hasta tocar el alma, con su aliento pegado a mi bajo vientre y su lengua acariciando con mimo mi erección. Dos de sus dedos de una de sus manos me estimulaban preparándome para lo que después ocurriría. Mis manos, torpes debido a los espasmos que sentía recorriendo toda mi figura, se apoyaron en sus anchos hombros y arrugaron la tela de su túnica. En cierto momento, aún no hago memoria de cuándo fue realmente, caí de espaldas con las piernas abiertas. Pude sentir el frío del suelo arcilloso de la vivienda donde me resguardaban, para que los clientes vinieran a violarme desgarrándome el alma.

—Arion—dije en la realidad, lejos de mis eróticos recuerdos, abriendo las piernas y permitiendo que nuevamente él me echase contra uno de los muebles, en concreto contra el tocador, y me abriese las piernas como a una ramera. Sabía como tener el toque brusco y delicado al mismo tiempo, ese que tanto me encendía.

Su mano derecha se colocó en mi garganta como si fuera una gargantilla, apretando ligeramente con sus toscos dedos, la zurda subió mi pierna izquierda al mueble y después bajó su bragueta. Del mismo modo que esa noche, esa en la que las estrellas parecieron bendecir mi camino por este truculento periplo de horrores que llamamos vida, me penetró. Su gruesa y larga virilidad, similar a la de un monstruo insaciable e irascible, me arrancó el aliento abriendo mis ojos de par en par. El tímido espejo que yacía en el tocador, algo más pequeño que aquel que estaba en la entrada, sintió el golpe de mis pequeños senos sobre su reflejo.

—Hermafrotido, así te llaman en las leyendas—murmuró antes de enterrarme sus colmillos, igual que aquel día en el cual el suelo fue nuestro único colchón.

Caí en una espiral deliciosa de gemidos, jadeos, aliento contaminado, manos cálidas y suaves, la confusión habitual de una pentración dificultuosa y los pellizcos bruscos de sus dedos sobre mis pezones. Perdí el conocimiento, el toque con la realidad, entretanto él me usaba como a una muñeca, pegándome a su cuerpo igual que a un tatuaje, mientras buscaba como satisfacer cada parte de mi alma. Cada mordisco, arañazo, palabra sucia y juego de miradas iba enfocada a caldear mi cuerpo hasta la explosión masiva de mis fluidos manchando su sexo y corriendo por mis piernas. Mi pequeña hombría estaba dura, pero no eyaculaba ya que jamás fue productiva, sin embargo él la tomó para jalar entre los dedos de su mano derecha mientras yo caía del todo contra la madera de aquel mueble cargado de perfumes, joyas y recuerdos; esos recuerdos y perfumes que ya yacían en el suelo, sobre la alfombra, esparciéndose como mil estrellas en la noche más larga del año.

De repente quedó dentro arrancándome un último gemido desgarrador. Mis uñas arañaron el tocador hasta hacerme sangre, pues algunas astillas se enterraron bajo estas, mientras él salía resoplando. Me había hecho suyo. Había demostrado una vez más que amaba cada trozo de mi ser. Besó mis hombros, mis costados, mis caderas, mis clavículas y finalmente mis mejillas y párpados. Me besó como besa un hombre a una diosa o a un santo milagroso. Nunca me he sentido sucio o maltratado. Él siempre ha estado ahí para hacerme sentir especial.


—Hombre y mujer, de eso estás hecho, y por lo tanto te da más poder para comprender a la humanidad, su injusticia y belleza unida, por los siglos de los siglos—dijo mientras me tomaba en brazos para recostarme en la cama—. Siempre juegas con ventaja porque tienes un alma fuerte. Jamás permitas que te digan qué debes usar. El amor no siente en binario—añadió lo último con una ligera sonrisa recostándose a mi lado, haciéndome sentir de nuevo minúsculo junto a ese cuerpo labrado por el esfuerzo y los latigazos.  

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Lestat de Lioncourt