Gigante era, pero en todos los sentidos.
Lestat de Lioncourt
Veía como dormía, allí acostado en
aquel enorme sofá, y algo en mí me reconcomía. Jamás había
permitido que se sintiese tan angustiado y desdichado. Frotaba mis
toscas y deformes manos entretanto clavaba mis horripilantes ojos, de
pobladas y cortas pestañas, en su bondadoso rostro de gigante. Era
como Gulliver recostado en la playa, pero esta era color negro perla.
Me acerqué un poco más suspirando, agarrando la chaqueta abandonado
en el respaldo de una de las sillas, para taparlo.
—Ah...—dije mis pobladas y
disparejas cejas. Animé mi rostro con una mueca aún más horrible
que la habitual y luego me senté. Estaba cerca de la hoguera que
palpitaba sobre gruesos troncos de leña—. Mírate, Ashlar—comenté
tomando la mano del brazo que colgaba del gran sofá—. Tan hermoso,
tan perfecto, tan seductor, bondadoso y estúpido. ¿Acaso creías
que iban a aceptar a monstruos junto a ellos?—me encogí de hombros
y suspiré con pesar.
Los brujos se habían ido hacía
algunas horas dejándolo sumido en tristeza. Habíamos ido a tomar
algo a un bar. Como de costumbre él pidió leche caliente, yo whisky
solo con dos cubitos de hielo naufragando en la inmensidad de la
bebida. Él permaneció de pie largo rato, frente a la barra, sin
saber si pedir otro vaso de su bebida. Yo había trepado hasta un
taburete, aunque finalmente fue él quien me subió con una sonrisa
tan bondadosa como melancólica.
—Se han ido—anunció.
—Lo supuse—respondí.
—Los extraño—admitió algo que
veía en esos ojos azules que tanto amaba.
Jamás fui capaz de confesar mi amor
hacia él, aunque sabía que yo siempre le defendería y querría a
mi modo. Pero el amor, no. Hablar de amor era difícil y más cuando
eres un enano deforme, de una tribu de degenerados, que amarían ver
muerto a tu compañero. Sin embargo, estuve a punto de decirlo en
aquel bar abarrotado de hombres y mujeres humanos.
—Samuel...—dijo confrontando la
desafortunada noche con lágrimas a las que podía darles nombre,
rostro y dirección.
Rowan Mayfair y su marido, Michael
Curry, habían desaparecido de su vida del mismo modo que habían
llegado. Se convirtieron en dos estrellas fugaces. Entonces él, ese
enorme hombre de negocios, cayó en un sufrimiento terrible.
—No te quieren. Si te quisieran no se
habrían largado—comenté cruel.
No obstante, allí estaba. Había
tomado su mano entre la mía acariciando sus dedos. Sabía que se
iría en busca de esos dos imbéciles. Me dejaría solo. Se olvidaría
al fin de su desafortunado amigo.
—Te amo—pronuncié volviendo a la
realidad—. Y nunca te darás cuenta, ¿verdad, gigante?
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