Mona siempre me pareció una chica fuerte y a la par algo frágil...
Lestat de Lioncourt
Malos presagios. Sólo podía pensar en
malos presagios. Hubieron muchos, pero no supe verlos. Ese aroma lo
envolvía todo. Un profundo aroma que me enloquecía y era como
sentirme en trance. Estaba impregnado en las prendas de Rowan, en los
documentos que encontraron en el edificio que alquiló bajo otro
nombre en Nueva York, en su cabello e incluso en su piel. Toda ella
olía como si fuese un objeto sagrado. Era un profundo perfume que no
se desgastaba, pero que finalmente fue marchándose gracias a los
antisépticos del hospital.
Recuerdo como tintineaba la luz del
pasillo. Estaba a punto de apagarse. Las camillas iban y venían. El
ambiente no podía ser más frío. Estábamos en primavera, pero ella
se moría como si estuviéramos en invierno y fuese una flor de
verano. Los médicos no podían dar un diagnóstico cierto. Si bien,
Michael se mantenía con las fuerzas necesarias para no derrumbarse
ante la hecatombe. Empecé a desear no haber codiciado jamás a ese
hombre, no haber luchado por ser parte de sus fantasías, sólo
porque ella se levantara. Prefería morir yo antes que ella.
Miré mis manos, blancas y pequeñas,
temblorosas antes de romper a llorar en silencio. Vestía como una
mujer adulta, pues ya había abandonado esa faceta de niña. Desde
que descubrí mis sentimientos por Michael, aunque confusos y
peligrosos, me deshice de los trajes y los lazos. Aún así era
demasiado joven, demasiado estúpida, demasiado ilusa... Quería
creer que Rowan saldría bien parada, pero a la vez un miedo enorme
asolaba mi corazón. Un corazón que palpitaba como si estuviese bajo
las tablas de madera de la casa de un anciano. Me delataba demasiado.
La megafonía llamando a uno de los
doctores a quirófano me desconcertó alertándome demasiado, aunque
Beatrice ni parpadeó. Aaron, el hombre de Talamasca que había
enamorado a Bea, la sujetaba entre sus brazos como todo un caballero
de otra época. Suspiré al contemplar aquella pareja tan perfecta y
deseé que Yuri estuviese haciéndome compañía, intentando calmar
mi dolor. Me había prometido a un hombre que no amaba, aunque quería
profundamente, sólo para desaparecer ante el desastre que se
avecinaba. No era valiente, sino una cobarde. Aún así me cambiaría
por ella mil veces.
Ryan apareció nervioso junto a Pierce
y me sentí aliviada. No por Ryan, sino porque su hijo me comprendía
de algún modo. Él se sentía culpable por no haber puesto más
medios en la búsqueda de la doctora de la familia, de la gran
científica y mujer del bondadoso Michael Curry.
Al final, rompí a llorar de forma
demoledora en los brazos de mi primo. Caí como caen las dramáticas
damas en los apasionantes libros que suelo leer para entretenerme.
Pierce se convirtió autománticamente en Darcy y yo en una mujer
complacida con su aroma. No era el aroma de ese monstruo, sino el
aroma de un hombre bondadoso.
Quería gritarles a todos que estaba
embarazada, que no tenía derecho a llorar la mala jugada del
destino, o de lo que fuera, que estaba acabando con nuestra prima y
que me había comportado como una estúpida gran parte de mi
adolescencia y niñez. Si bien, sólo lloré. Lloré mis culpas
escuchando los pasos acelerados de los doctores hacia la habitación
de Rowan. Al levantar la cabeza noté que Michael palidecía y que
Beatrice, al igual que yo, ya había empezado a llorar. Ella no murió
ese día, pero las cosas incluso se complicaron.
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