Eran esas las personas que trataron a
Merrick como lo que era. Ella aceptó el desafío de los espíritus y
fantasmas, convirtiéndolos en su familia y aceptando las miserias de
estos como propias. Aseguro que bebía ron, entre otras bebidas
espirituosas, para olvidar todo lo que podía escuchar, ver, sentir
y, en definitiva, percibir más allá del mero contacto. Tuvo una
vida dura e injusta desde su nacimiento, tuvo que probar las mieles
de la muerte mucho antes de su adolescencia. Creció y maduró a
destiempo, por eso jamás pudo ser libre.
No la juzgo por las discusiones, casi
eternas y siempre similares, con David. Tampoco la voy a condenar por
intentar vivir para siempre, quizás aislada de su auténtica fuerza
espiritual, al convertirse en vampiro gracias a mi Louis. Si bien,
quiero hablar de su buen corazón al ofrecerse como salvadora de dos
vidas, que no de una.
Cuando avisé a Merrick Mayfair sobre
un caso extraño en una de las plantaciones de Nueva Orleans jamás
pensé, ni por asomo, que todo terminara de un modo tan trágico.
Como si de una novela negra se tratara el misterio se puso sobre la
mesa, hablamos durante días y aguardamos su llegada. Ella, una mujer
de ébano con ojos de poderosas esmeraldas, apareció vestida de
blanco como una novia frente al altar. Juro que jamás he visto
belleza como la suya. Muchas mujeres podrán sentirse ofendidas por
ello, pero aseguro que nunca he podido ver una dama con tanta clase.
Se mantuvo firme y fiera ante los ataques de ese fantasma violento,
el cual se desveló como el hermano gemelo del joven vampiro al que
deseaba ayudar.
Aún recuerdo que cuando dijo que haría
un ritual no sospeché que ardería con los huesos del que fue bebé,
y en esos momentos espíritu malvado, igual que las maderas
acumuladas a sus pies. Pareció no sufrir. Fue como si al fin
encontrara la paz. Sospecho que siempre quiso tener a alguien a quien
cuidar y amar, sin importarle la sangre o cualquier otro motivo.
Lloré durante horas observando sus
cenizas. Había salvado la vida de mi nuevo amigo, así como dado paz
al alma de su hermano fallecido con tan sólo unas horas nacido. Mis
lágrimas no iban a salvarla, ni resucitarla. Nada iba a volver atrás
el tiempo. Si bien, tuve que hacerlo. Lloré como lloran los mortales
a sus muertos y me despedí de aquella gran mujer amándola por su
gesto, el desafío que vi en sus ojos siempre y la verdad que me
entregó cuando fuimos sólo amigos, aunque fuese de un ajustado
tiempo en nuestras vidas.
Lestat de Lioncourt
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