Reconozco que no fui el mejor padre del mundo...
Lestat de Lioncourt
«No
apartes la vista de mí.
Acepta
tu culpa, asume tu dolor.
No
apartes la vista de mí.
Ofréceme
de tu alma el sinsabor.»
En
contadas ocasiones frecuentaba los viejos muelles sin autorización
de mis padres inmortales. Era una visión estremecedora para los
viejos marineros que creían estar alucinando debido al exceso de
alcohol. Muchos miraban hacia fuera tras los turbios cristales de
esos pútridos lugares cargados de libertinaje. Si iba allí a solas,
sin que nadie pudiese juzgarme más que mis víctimas y yo misma, era
porque necesitaba sosegar mis demonios.
Por
aquel entonces yo sólo intentaba comprender qué sucedía conmigo,
qué había de mal en mí. Veía a las mujeres en los regazos de los
hombres conquistándolos con generosos escotes, risas descaradas y
palabras sugerentes. Las veía convertidas en flores tóxicas que
terminaban abriéndose en camas de ropas cochambrosas y arrugadas.
Vendían sus carnes jóvenes y los hombres parecían adorarlas,
aunque no todos se fijaban en ellas. Había quienes preferían la
terneza de otros hombres más jóvenes o algo más robustos.
Observaba
con mis perfectos ojos de muñeca lo pueril y desagradable que podía
ser el mundo, pero también lo fascinante que era tener un cuerpo
adulto. Mis pretensiones se quedaban en nada pues la coquetería no
estaba bien vista en una delicada niña con zapatos de charol, medias
de encaje y perfectos vestidos engalanados con lazos diminutos. Era
delicada como mis supuestas compañeras de juego, las cuales
amontonaba sobre la cama que no usaba.
Mis
dudas sobre mi nacimiento se acumulaban como las sombras en mi alma.
Era un veneno amargo e irritable. Buscaba la verdad a altas horas en
las bibliotecas, espiaba a Lestat por si hallaba alguna solución al
misterio y preguntaba constantemente a Louis por cada uno de los
hechos que yo desconocía. Pero todo quedaba en el aire como el humo
de las chimeneas de las casas más pudientes.
Una
vez escuché decir a Lestat que yo le recordaba a su madre. Me di
cuenta entonces que él había sido humano, igual que lo fue Louis y
su hermano, y por ende yo debí haberlo sido en algún momento. No lo
recordaba. Todos mis recuerdos se habían borrado. Aquello provocó
una profunda herida que nunca se cerró, sino que se abrió hasta
convertirse en una grieta que acabó destrozándome.
Con
el paso de los años me di cuenta que jamás sería adulta. Nunca
envejecería, enfermaría o conocería el amor de un hombre tal y
como una mujer desea sentirlo alguna vez. Me miraba al espejo y
observaba a la niña de apenas unos seis años. Quería llorar y no
me lo permitía porque mis lágrimas eran sanguinolentas y me
horrorizaba. Por eso terminé odiándolos. Hubiese preferido morir a
vivir un horror tan deleznable como ese.
Hoy
zarpamos hacia París. Hemos recorrido el mundo Louis y yo. Lestat
quedó atrás hace tiempo y ahora me queda dejarlo a él. Quiero
abandonarlo nada más llegue a Francia, pero no sé cómo o cuándo.
Matarlo es una posibilidad, pero prefiero que sufra en vida por todo
el dolor miserable que me ha causado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario