Bueno... digamos que Julien quiso contar algo.
Lestat de Lioncourt
Siempre he sido un ferviente defensor
que nada es real hasta que se experimenta. Durante muchos años creí
que el amor no existía más allá de las hermosas, a la par que
extensas, descripciones de los libros, los cuales usualmente leía
con avidez desde una edad muy temprana, que abarrotaban los baldes de
mi biblioteca. Observaba los diversos tomos y me decía a mí mismo
que debía ser maravilloso creer en el amor como se cree en Dios:
ciegamente. Pero yo carecía de fe en uno y otro. Para mí Dios
estaba tan muerto como el amor, pues jamás lo había tenido. Al
menos, no el amor romántico. Por supuesto que conocía el amor
familiar, a pesar que mi madre me veía como una carga, y la
complicidad que se tiene con amigos que hacen juramentos de sangre y
alma. No obstante, el amor de pareja era para mí una fachada bien
maquillada de miedo a la soledad.
Como he dicho, soy defensor de creer a
pies puntillas sólo lo que se experimenta. Las cosas vividas pueden
ser contadas -ya sea con una descripción perfecta o más vacua- y
las que no se viven son mera suposiciones o supercherías. No se
puede dar por válido algo que se imagina. Y yo el amor lo imaginaba.
Alguna vez creí tenerlo, pero se esfumó rápido. Una cosa es el
deseo sexual y otra cosa el amor. Se pueden tener ambas cosas, una o
ninguna. Incluso se puede confundir el amor con el cariño, respeto y
necesidad de no verse solo. En mi caso era la absurda necesidad de
tener un heredero, no estar solo y tener a una mujer que me recordara
a diario lo maravilloso que podía ser como empresario de éxito,
padre y esposo. Un amor, o más bien un cariño, muy egoísta.
Rebasaba los sesenta cuando conocí a
un hombre. Había tenido fugaces escarceos con hombres de toda
condición. Incluso con los esclavos que una vez sembraron mi
algodón, pero eso es otro tema. También me revolqué con mujeres
que no eran mi esposa y que ni siquiera recordaba, aunque eso era
cosa del Impulsor. En mi familia había un fantasma que generación
en generación se ocupaba de vincularnos unos con otros, creando una
red perfecta de parentesco y unos vínculos perversos. Sin embargo,
jamás conocí a un hombre como él. Se llamaba Richard.
La historia ya la conocen. Saben muchos
detalles. Sin embargo, quiero contar algo que todavía no he dicho.
Muchas veces se ha comentado sobre mis juegos sexuales, mi diversión
y coquetería. No obstante pocas se ha dicho que él sabía como
encenderme. A veces me hallaba en el despacho de abogados que fundé,
trabajando hasta altas horas de la noche cuando ya nadie más rondaba
el edificio, y aparecía enfundado en uno de sus elegantes trajes. Se
sentaba frente a mí sonriendo con coquetería y me relataba algún
hecho divertido, para de inmediato añadir que llevaba una fina
lencería femenina bajo sus prendas masculinas.
Richard se convirtió en mi tormento,
pero también en aquello a lo que aferrarme antes de perder las
fuerzas. Era la esperanza en mitad de la tragedia y si no lo hubiese
tenido me hubiese hundido en la más honda miseria.
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