Sí, supongo que la palabra "Extraño" podríamos abarcar todo lo sucedido aquí.
Lestat de Lioncourt
—Vine a ver a Mona.
Estaba en el jardín cortando leña. Ya
no iba a hacer falta que cortara más durante unos cuantos meses,
pero me gustaba tenerla preparada para cuando llegase nuevamente el
otoño. Prácticamente estábamos en verano y la humedad era cada vez
más pegajosa. Sentía como la camiseta se pegaba a mi torso y mi
rostro se empapaba en sudor.
Él había llegado bajándose de un
deportivo. Era uno de esos coches que tenían más de veinte años
pero seguían funcionando. No soy muy fanático del motor, pero tenía
unas líneas sinuosas y un color muy llamativo. Vestía uno de esos
elegantes trajes de firma y una de esas camisas de algodón bien
almidonadas en el cuello. Llevaba entre sus manos un magnífico ramo
de rosas. Sabía que eran para ella porque todos los días decidía
que tenía que insistir. Llevaba así una semana y esperaba que se
cansara pronto de preguntar por una muchacha enfermiza a la cual
teníamos que cuidar. No podía tener una relación con ella pues la
mataría, pues si terminaban teniendo relaciones sin precaución el
hijo que tendría sería un monstruo llamado Taltos.
—No está—respondí.
—Ya veo...—murmuró.
—Decidió salir de compras con
Rowan—mentí.
Mi mentira era piadosa. Sí se había
marchado con mi mujer, pero iban a realizar nuevas pruebas para
mejorar su calidad de vida. Tras el parto de Morrigan tuvo varios
abortos fruto del incesto con algunos primos. Ella quería repetir el
hecho y poder tener un hijo que la condujera hacia su primogénita,
la cual era la verdadera heredera de los Mayfair según su testamento
en vida.
—Deseo volver a verla, pero vosotros
parecéis demasiado herméticos. Parece como si me negaseis poder
estar con ella—dijo mirándome a los ojos e intentando averiguar si
estaba en lo cierto.
—Es posible—dije dejando el hacha a
un lado—. Hay cosas que no comprenderías.
—Entiendo...
—¿Alguna vez has trabajado con tus
manos?—pregunté tomando un pañuelo de tela que llevaba enganchado
en el cinto y me sequé el sudor del rostro, el cuello y las manos.
Él me miró duditativo, frunció el
ceño y negó suavemente. Sus brazos cayeron a ambos lados de su
cuerpo de tal forma que sentía que se iban a caer las flores al
pasto recién cortado. Eran hermosas y lucían como si acabasen de
ser recogidas. Suponía que las había adquirido en algunas de las
floristerías cercanas a la mansión, pero eso era acertar demasiado.
—Se nota—dije tras una carcajada
bastante profunda.
—A ti parece gustarte—respondió
con una sonrisa gentil.
Sus ojos eran muy similares a los míos.
Ambos habíamos descubierto recientemente que teníamos el mismo
antepasado común: Julien Mayfair. Yo me parecía más al padre de
este, pero Quinn era un calco milimétrico del único brujo que logró
ejercer presión en una familia matriarcal.
—Es algo que libera mi mente—aseguré
quitándome la camiseta empapada en sudor.
Desconocía a cuántos grados
estábamos, pero al menos hacía treinta. El sol apretaba porque
todavía no era ni medio día. Él me miró algo nervioso y giró su
rostro hacia el lado opuesto del sendero.
—¿Realmente debería irme?—preguntó
en un murmullo—. Sí, creo que...
—Sí, pero te invito a una limonada
antes de marcharme. No acostumbro a ser descortés con quienes nos
visitan—dije entretanto le quitaba las flores—. También hay que
meterlas en agua o se morirán demasiado pronto.
Entré primero y le hice pasar. Ambos
caminamos en silencio hacia la cocina y mientras servía la limonada
él puso las flores en un jarrón en el salón. Ella las vería, por
supuesto. Agradecería el detalle de inmediato, pero todavía debía
estar alejada de ese joven con insuflas de caballero de otra época.
—Toma, la limonada—dije girándome
sin pensar que él podría estar aguardando detrás con una sonrisa
gentil y demasiado perfecta. Esa misma sonrisa que rápidamente borró
cuando la bebida cayó sobre su cara chaqueta y un gesto de
frustración cruzó su aniñado rostro.
Rápidamente ambos dejamos todo lo que
hacíamos. Solté la jarra en la encimera junto al vaso y él decidió
quitarse la chaqueta. Justo en ese momento nos quedamos mirándonos y
riéndonos pensando que era una situación absurda. La música del
victrola comenzó a sonar haciendo entender que Julien se hallaba
jugueteando por la parte superior de la vivienda. Su fantasma seguía
con nosotros y él había revelado la terrible verdad.
Tarquin Blackwood en realidad era un
Mayfair y yo también lo era. Fui la descendencia de un acto
demasiado común entre las monjas de cualquier época y un desdichado
que disfrutaba con el sexo más de lo habitual. Una verdad que no nos
había acercado demasiado salvo para comprender lo difícil que era
saber los verdaderos orígenes.
Entonces ocurrió. La risa dio paso a
besos tan intensos como el propio fuego. Ambos ardíamos. Mis manos
acariciaban sus caderas y se deslizaban hasta sus glúteos, los
cuales apreté con hambre. Él gimió cerca de mi boca y acabó
pegándose a la encimera contraria. En pocos minutos estábamos
desnudos mordisqueando nuestros cuellos, acariciando las facciones
con nuestros labios y manos, entretanto sus piernas se abrían como
flores nocturnas.
No era la primera vez que un hombre me
ofrecía tal espectáculo, pero sí era la primera vez para él. Pude
notar su nerviosismo exacerbado, sus manos torpes al colocarse sobre
mis anchos hombros y sus ojos entrecerrados por el miedo, el placer y
la necesidad. Mordí uno de sus pezones y lamí su vientre antes de
atrapar su sexo. No dudé en succionar. Mi lengua se deslizaba desde
la punta hasta la base de su miembro mientras este abría mejor sus
piernas. Podía apreciar como temblequeaba y jadeaba hasta llegar a
gemir desinhibido. Su pelvis se movía zarandeándose mientras su
virilidad llenaba mi boca y se dejaba rozar por mi lengua. Mis labios
apretaron la zona cercana sus testículos y él entonces clavó sus
uñas. Ahí supe que debía girarlo y pegarlo a mí.
No era tiempo para pensar si estaba
haciendo lo correcto o no, si era infiel o realmente estaba pagando
el distanciamiento de Rowan en mi vida, y ni mucho menos si él me
había atraído desde el primer momento. Sólo sé que bajé mi
cremallera liberando mi miembro y rocé con mi glande, aún envuelto
en mi prepucio, su entrada. Él dio un respingo y me miró por encima
del hombro.
En ese preciso instante lo giré y lo
coloqué de rodillas mientras me incorporaba. Él se abalanzó a mi
hombría y no dudó en jugar con la fina capa de piel que recubría
la punta de este, después mordisqueó el meato y escupió para
comenzar a succionar como todo un profesional. Sus mejillas estaban
arrobadas y sus labios se enrojecieron pronto. Tenía los ojos llenos
de lágrimas por el placer y eso me hizo empujarlo hacia atrás,
colocarlo de nuevo a cuatro y penetrarlo sin más juegos. Él gritó
de dolor, pero cada embestida adormecía esa sensación para calmarlo
ofreciéndole un placer demasiado intenso.
—Eres mío—susurré con la boca
pegada a su nuca.
Sentía demasiada presión en mi
miembro y mis manos viajaban por su cintura hasta sus costados, de
sus costados a su cintura y de esta a sus glúteos para ofrecerle
fuertes golpes que enrojecieron su piel. Cada vez iba más rápido
con el paso de los minutos y en cierto momento no pude más. Me dejé
llevar por la perversidad y lo marqué como mío. La música del
victrola no dejó de sonar en ningún momento, aunque mis jadeos y
gruñidos junto a sus gemidos lo acallaban momentáneamente.
Al final él también llegó con la
última estocada. Sus piernas temblaron y sus brazos fallaron,
quedando con el torso pegado a las baldosas del suelo. Por mi parte
no me moví. Quedé quieto disfrutando de la sensación de su entrada
apretada, pero él decidió apartarme e intentar incorporarse.
Minutos más tarde salía de la mansión
con las piernas temblorosas y dejando atrás mi conciencia revuelta.
Él todavía era un hombre libre, ¿pero y qué había de mí?
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