Chico cabra vs Dios
Lestat de Lioncourt
—¿Acaso ves justo el
sufrimiento?—pregunté entrando en aquella iglesia.
Sabía que él estaba ahí. Había
bajado de su omnipotente trono para contemplar las bellas flores que
habían dejado muy cerca del púlpito. Él había jurado que
destruiría a todos los que adoraran falsos dioses, estatuillas que
lo representaran o glorificaran objetos cuando lo único que tenían
que glorificar era su palabra. El mismo que echó a los mercaderes
del templo a través de su hijo, al cual hizo humano para que
sintiera la humillación de no ser escuchado. Ese mismo. Él estaba
ahí.
—Deben asumir las consecuencias de
sus pecados—dijo sin girarse.
Parecía un hombre anciano y bondadoso.
Sus largos cabellos canos caían como cascadas de plata sobre su
espalda. Sus cejas eran frondosas, igual que su barba, y tenía los
ojos pequeños aunque de un azul intenso muy bello. Su piel no era
blanca, pues tenía un tono ligeramente tostado. Los pliegues de sus
arrugas se veían cincelados deliciosamente como si de verdad le
afectara el tiempo. Podía tomar cualquier rostro, pero había
decidido usar el de un hombre en la senectud.
—Diste libertad, pero no explicaste
las condenas de sus malas decisiones—contesté algo furioso.
Mi aspecto era opuesto. Joven, algo
robusto, de algo más de un metro noventa de estatura y que le
rebasaba varias cabezas. Tenía esta vez el cabello casi albino,
aunque normalmente usaba el castaño. Mis ojos eran similares a los
suyos en aspecto y brillo. Él parecía mi abuelo y yo un maldito
idiota que pataleaba sin remedio. Sí, un mocoso. No obstante, no lo
era. No era un mocoso y él me trataba como tal.
Mis prendas eran las de cualquier
muchacho que decide dar un paseo a media tarde: jeans, camiseta negra
sin ningún símbolo aparente y unas sandalias cómodas debido a que
ya estábamos en una primavera muy calurosa. Él llevaba una
guayabera blanca, unos pantalones algo más formales y también
sandalias. Luz y oscuridad, ¿no era así? Pero yo seguía siendo la
luz en la oscuridad.
—No empecemos—dijo frotando su mano
derecha por los pelos de su barba.
—¡Además! ¡Algunos sólo son
niños! ¡Y allí también sufren humanos que desconocían tu
existencia!—exclamé provocando que mi voz reverberara por todo el
templo.
—¿Y? ¿Por ello tengo que asumir que
se merecen una segunda oportunidad?—preguntó sin alzar ni un poco
su voz.
—Samael es mucho más bondadoso que
tú—dije sin piedad.
—No me compares con él—contestó
frunciendo el ceño, pero el tono era el mismo.
Reí. No pude evitarlo. Me carcajeé
deseando abrir mis alas aún blancas, tan blancas como cuando estaba
en el cielo. Sin embargo, si alguien me veía las contemplaría
oscuras como las de los tordos o cuervos. Observaría en ellas el
pecado, el luto, la caída o la impronta de una marca de la cual no
me libraría. Era obsceno pensar que jamás me contemplarían con los
ojos de la verdad y la razón, sólo como me pintaban en los textos
sagrados. ¡Incluso me confundían!
—Es tu opuesto, pero también es tu
hermano—respondí.
Satanás. ¡Sí! ¡Satanás era el
hermano de Dios! Dos criaturas opuestas e iguales. El mundo lo
crearon entre ambos y sin embargo él se llevaba la gloria; el otro
sólo los infiernos y el desprecio.
—¡Silencio!
Quería callarme, pero no lo lograría.
No lograría nada. Aceptaría mis palabras y encajaría mis golpes.
Yo estaba en mitad de la guerra siendo libre para opinar y
confrontar.
—¡Dios, Padre todopoderoso, condena
a la humanidad cuando ni siquiera él creó solo este mundo!
—¡Cállate te he dicho! ¡Lucifer,
cállate!
Durante unos segundos lo logró. Me
había llamado Lucifer. De nuevo, como antaño, había pronunciado
ese nombre sin tapujos. Yo ahora me hacía llamar Memnoch, como
también me podía llamar de cualquier otro modo. Yo era su hijo, yo
era su creación, yo lo era todo y él para mí estaba siendo un niño
caprichoso.
—Quieres silencio. Por eso los
castigas. Deseas que se callen porque un día llegarán a la más
profunda y angustiosa verdad, entonces serán ellos quienes te den la
espalda. Incluso lo harán los más fanáticos. Todos se alejarán.
Verán al déspota y no al genio.
Mis últimas palabras hicieron que se
enfureciera tomando las flores y lanzándomelas al rostro. Después
se marchó. Me dejó solo. No quería escuchar la verdad. Nunca quiso
escucharla ni en el Cielo ni en la Tierra.
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