—¿Has pensado alguna vez lo que
deseas realmente? Más allá de tus estúpidos impulsos—comentó
inesperadamente dejando el libro a un lado.
Nos hallábamos en una de las
bibliotecas de Armand. Concretamente mi favorita. Amaba ese edificio
en una de las avenidas más importantes de Nueva York. Podía tener a
pocos pasos los teatros más fastuosos, los locales nocturnos más
exclusivos y también una vida urbana intensa. Sí, intensa. Tan
intensa como la mirada de Louis en esos momentos. Era como contemplar
un gato agazapado esperando saltar sobre su víctima.
—Sí—respondí.
—Oh, perfecto—contestó aguardando
alguna respuesta más allá de algo tan simple como un “sí”.
—¿Quieres saber lo que
deseo?—pregunté con una sonrisa socarrona.
—Me tienes expectante, mon
coeur—respondió incorporándose para acercarse a mí.
Estaba al otro extremo de la sala,
apoyado en una de las tantas baldas de las enormes estanterías. Me
encontraba allí buscando un libro de Dickens. Se me había antojado
leer algo de ese autor, lo que fuese en realidad, pero él me detuvo
con esa pregunta que para mí lo significaba todo.
—A ti—dije provocando que se
detuviese.
—No empieces.
Rápidamente frunció el ceño. Tenía
una de esas miradas contrariadas. Parecía no creerme para nada.
Realmente quería una respuesta distinta. Esperaba poder hurgar
dentro de mi alma para saber qué aventura tenía planteada o a punto
de emprender la chispa en mis estúpidas decisiones.
—Louis, no empiezo—chisté.
—Es cierto, nunca terminas—dijo
echando hacia atrás sus largos cabellos negros. Odiaba que se los
cortara y él lo sabía. Había dejado esa melena larga, ondulada y
oscura rozando sus omóplatos.
—¡Por favor! ¡Sólo quiero decirte
algo que suene romántico y para nada clásico!—dijo algo furioso.
Tal vez creía que sacaba esas frases
idílicas de los libros que leía. ¡Y lo admito! A veces lo hacía.
Cualquier hombre enamorado, devorador de libros, toma alguna para
ofrecerla, como hermoso tributo, a quien ama. Debería sentirse
halagado porque le dedicase unas frases inmortales, tan célebres
como intensas, y no cualquier estúpida palabrería barata robada de
uno de esos shows televisivos que a veces resultaban aburridos,
hirientes para el estúpido y tan vacíos como la sociedad que estaba
generando.
—¿Has pensado alguna vez que me
gustan las cosas clásicas y simples?—preguntó contrariándose.
¿Qué había más clásico que una
frase romántica sacada de alguno de los libros que tanto amaba? ¿Qué
había más simple que un “a ti”? Nunca estaba contento.
Honestamente me cansaba. Buscaba pelear por pelear, como si eso fuese
todo.
—¿Por eso hueles a alcanfor?—dije
furioso.
De inmediato agarró uno de los libros
de la mesa, sin siquiera pensar que era uno de los suyos o de la
colección de nuestro buen amigo, y me lo lanzó. Afortunadamente lo
agarré con mis manos evitando que se estampara contra mi cara o
contra el suelo. No le pasó nada.
—Está bien. ¡No ha sido mi mejor
respuesta!
—¿Y cuándo lo son?—interrogó.
—¡Louis! ¡Te amo!—exclamé
desesperado al borde del llanto.
—Llevo mucho tiempo escuchando esas
palabras, pero jamás las he visto materializadas.
—Demonios...—mascullé.
No podía ser. Otra vez discutiendo por
todo y nada. De nuevo estaba molesto porque no le había ofrecido a
tiempo una palabra amable y un arrebato de pasión. Yo sólo quería
contemplarlo como a un dios y adorarlo como tal.
—Me iré—anunció.
—¿Adónde irás? ¡Está lloviendo a
cántaros!—dije acercándome a él, dejando el libro en la mesa y
agarrándolo por los brazos. Tenía las manos justo encima de sus
codos y él parecía renuente. Quería apartarme, pero tampoco
deseaba golpearme. Ya se le había pasado parte de la furia.
—A darme una ducha relajante...
—susurró.
—¿Eso ha sido un comentario
mordaz?—pregunté.
—No tanto como tus dientes contra la
puta esa que gemía entre tus brazos hace unas horas.
Abrí grande los ojos y me quedé
paralizado. Ella sólo había sido una cena rápida, pero él lo
había tomado de nuevo como una aproximación al sexo contrario. Me
dio un empellón y se fue. No lo volví a ver en toda la noche. Debí
ir tras él, pero me parecía absurdo. Sí, era absurdo. Tan absurdo
como sus puñeteros celos.
Lestat de Lioncourt
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