David Talbot demostrando que es el amor hacia las mujeres junto a Gabrielle y Pandora.
Lestat de Lioncourt
Estaba sentada en las escaleras de
aquel edificio en ruinas. Habían ido a conversar ambas después de
una noche demasiado agitada. Las seguí con el único deseo de poder
integrarme en aquella charla, pues sentía que mi corazón iba a
desbordarse ante tantas emociones tan diversas como terribles. Había
empezado una nueva etapa en nuestro mundo y los cimientos que nos
habían sustentado, de algún modo u otro, habían sido destruidos
convirtiéndolos en cenizas. Por una parte comprendía que hay que
evolucionar para poder avanzar, que a veces hay que dejar atrás todo
el equipaje, pero este desafío era muy superior a cualquiera que
hubiésemos podido imaginar.
Gabrielle, como he dicho, se había
sentado en las mugrientas escaleras de un viejo edificio. Tenía
constancia que fue un hermoso cine, pero que la nueva era de cines
mucho más impresionantes habían destruido las salas pequeñas. Ya
no había intimidad en esas salas amplias donde se va más por moda
que por el hecho de buscar la emotividad, el cosquilleo nervioso en
nuestros vientre y el asombro.
Pandora llegó poco después. Estaba
vestida de una forma muy elegante y miró los escalones rechazando el
tomar asiento. Su traje bermellón con hermosas piedras preciosas en
su cinturón, el cual se ceñía dejando poco a la imaginación para
su cadera, la realzaba como una vieja musa. Llevaba joyas de gran
valor en sus muñecas, adornando su recogido de trenzado de distinto
grosor, y también en su largo cuello o sus pequeñas orejas. Era
toda una dama de sociedad, o al menos aparentaba ser una de esas
dueñas de grandes fortunas y privilegios. Su oponente, no.
La madre de Lestat estaba enfundada en
unos viejos jeans algo desgastados en los bajos, con una guayabera
típicamente masculina para muchos, unas botas militares algo sucias
y el cabello suelto completamente enmarañado. Ella no llevaba
maquillaje, ni joyas, ni perfumes y ni mucho menos parecía
necesitarlo. Únicamente tenía un viejo reloj de muñeca de correa
marrón que parecía estar roto, al menos su esfera.
—Ha sido muy triste—dijo con la voz
ronca y algo quebrada—. Pronto traerán los restantes cuerpos para
que sean enterrados como merecen.
—Tu hijo lo hará bien—contestó
Pandora con una sonrisa cargada de emoción—. Lo has educado de una
forma maravillosa y sabrá buscar igualdad, respeto y comprensión
para todos.
—Yo no lo he educado. Ha sido la vida
quien le ha demostrado que yo no estaba equivocada—contestó
respondiendo a esas palabras y esa sonrisa. Tenía unos ojos fieros,
pero sensibles. Se notaba que había estado llorando cuando depositó
el cadáver de Mekare en el foso.
—Eres pura pasión y libertad, eres
su ejemplo. Claro que lo has educado. Sólo tienes que verte—comentó
tras decidir que no importaba si tenía que llevar su hermoso y caro
vestido a la tintorería. Se sentó a su lado y apoyó su cabeza en
el hombro derecho de su vieja amiga—. Recuerdo la primera vez que
te vi. Eras pura fuerza. Callaste a Marius con sólo un par de
miradas. A mí me cuesta un largo discurso, pero tú eres capaz de
destrozarlo.
—Porque en tus ojos aún hay amor
hacia él. Yo no lo amo, aunque le estoy agradecida por salvar a mi
hijo—rió estrechando el cuerpo de Pandora como si fuese una niña,
pero no lo era. Era ese amor que se siente hacia otro igual. Un amor
puro. El amor de una madre hacia otra mujer que, aunque no pudo ser
madre, siente la maternidad desde otro punto de vista. Pandora creó
a hombres inteligentes y fuertes, apasionados, diestros en las letras
y llenos de sueños para que fueran sus “hijos”. Gabrielle no
tuvo que crear a nadie. Ella ya había sido madre y sólo tuvo que
contemplar, a veces desde lejos, los triunfos y fracasos de Lestat.
Ambas eran mujeres fuertes y lo siguen siendo, pero a su modo.
Mujeres decididas a todo—. Te quiero. Te quiero muchísimo, ¿lo
sabías?
—Sí, sé que me quieres porque
aprecias mi compañía—dijo tras una ligera risotada. Alzó el
rostro y besó la mejilla de su buena amiga—. Voy a extrañar las
conversaciones con Maharet.
—Ha sido un golpe terrible para todas
nosotras. Akasha demostró lo ciega que se puede estar al dar
importancia, o mayor relevancia, a un sexo. Ella demostró que se
puede convivir en paz entre ambos géneros, ayudar a los más
desafortunados y cuidar de la familia aunque fuese por medios poco
usuales para un vampiro—cerró los ojos y tomó aire para dejarlo
pasar lentamente. Todo su cuerpo pareció entrar en paz y Pandora
hizo lo mismo.
—Vivimos en una sociedad patriarcal.
Mi padre me hizo ver que era tan válida como cualquier hombre, pero
hoy en día faltan hombres como él. Siempre han faltado hombres como
él—comentó Pandora mirando con sus ojos castaños a Gabrielle
para luego tomarla del rostro—. Has roto los géneros, que sólo
son construcciones culturales de sociedades que no quieren avanzar, y
has logrado colocar esa semilla en el corazón de tu hijo. Espero que
la sociedad sea más justa y equitativa. Aunque sólo lo sea la
sociedad vampírica....
Temía interrumpir, pero ambas giraron
su rostro y me miraron. Era un intruso. Si bien, quería luchar a su
lado. Deseaba escucharlas. Sabía que tenían cosas impresionantes
que mostrarme. Gabrielle era muy cerrada, muy terca, muy poco dada a
las largas conversaciones y yo era un ser que amaba desvelar
misterios. Por un lado temía desvelar los que ella me ocultaba, pues
había cosas que no querría mostrarme como cualquier otro en su
lugar, pero por el otro ansiaba ver desnuda su alma para besar cada
cicatriz.
—¿Llevas mucho ahí?—preguntó con
suspicacia Pandora.
—El justo.
Recordé como ella en sus memorias
decía que no sabía vestirse, ni maquillarse, y que era una fiera.
Flavius, que era un hombre, supo explicarle como usar el labial, los
polvos, los trajes y velos. Él, que era un símbolo de masculinidad,
embelleció el rostro de su dueña porque el interior de esta ya
estaba perfectamente amueblado. Demostró que saber de colores o
maquillaje no era sólo cosa de mujeres. El recordar eso me hizo
sonreír. Esa noche llevaba un maquillaje sutil que le daba una
apariencia muy humana.
Tomé asiento entre ambas, pues se
separaron para darme la bienvenida, y entonces Gabrielle apretó mis
manos entre las suyas. Cuando me miró intensamente supe que me
estaba dando las gracias en silencio, pero a viva voz si se trataba
de sus pupilas.
¿Cómo no amar a las mujeres? Si ellas
son nuestras madres, amigas, compañeras... Son parte de nosotros y
nosotros de ellas. Tenemos que luchar a su lado para que puedan
finalmente alcanzar el respeto que se merecen, la voz que parece
haberles sido robada y el amor que nunca debió faltar en sus vidas.
Me quedé allí guardando respetuoso silencio recordando la marcha de
Maharet y pensando que quizá teníamos el privilegio de comenzar una
sociedad nueva mucho más justa sobre y bajo su recuerdo.
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