Ay, David...
Lestat de Lioncourt
Recuerdos amontonados en una caja
olvidada, eso es todo. Una caja de zapatos donde oculto cada una de
sus fotografías. Intento no tenerlas en mis manos porque siento que
me queman o que puedo destruirlas si las miro durante demasiado
tiempo. Son memorias del ayer, pero también son recuerdos del hoy.
Todo lo que viví me ha hecho ser quien soy, todo lo que ella fue me
dejó una huella imborrable en mi alma. Me gustaría verla de nuevo,
enfrentar sus ojos verdes y decirle que la amo una vez más aunque no
me crea, aunque me odie, aunque no lo merezca y aunque prefiera
agachar la cabeza para aceptar mis culpas.
Hace mucho que comprendí que ella era
para mí iba a ser un tortuoso calvario, un descenso a los infiernos
y un ascenso al pecado. Pero que lo comprendiera no implicaba que
dejase de beber de su cáliz, que olvidase sus besos, que reprimiese
en mis sueños el abrazarla y no pudiese dejar de sentir que era un
traidor al haberla dejado atrás. Ni siquiera sé cuántos amaneceres
vieron mis ojos con sus recuerdos en mi retina, con su sabor en mi
café y con el deseo de pudrirme entre sus piernas una vez más.
Ahora, después de años de su muerte,
me siento en el alfeizar de la vieja ventana donde la observaba. Miro
las estrellas, contemplo todas y cada una, y aguardo una respuesta.
Sé que hay fantasmas que han regresado a la orden de Talamasca, la
misma donde la acogí como algo más que una huérfana, pero sé que
ella no lo haría porque es demasiado digna y porque quizá está ahí
arriba, perdida sin recordar siquiera su nombre y todo el dolor que
yo le regalé.
Nuestra historia está unida a esos
puntos de luz, a este universo fallido de hombres déspotas y mujeres
subyugadas a sus propios enigmas. Odio y amor, eso es todo, y
nosotros estábamos en medio sonriendo defraudados con nosotros
mismos.
Merrick... qué hermosa eras, querida
mía.
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