Lestat de Lioncourt
Todo estaba preparado. Benjamín había
ocultado el nombre del invitado, al igual que David. En sesiones
anteriores no habían anunciado su nombre. Habían decidido, por
unanimidad, no dar datos. Sybelle y Antoine se encontraban fuera,
pues a petición del vampiro, del ser que se sentaría con ellos,
tenían que marcharse. Ni siquiera Daniel Molloy podía estar en
aquella habitación, pero inevitablemente tuvo que quedarse para
poder emitir el programa.
Los tres vestían de riguroso negro.
Daniel había optó por una simple chaqueta de paño negro, unos
pantalones jeans oscuros y unas botas algo descuidadas. David y
Benjamín estaban sentados con sus mejores ropas, como si estuvieran
esperando a una eminencia, sin un sólo detalle de otro color que no
fuese negro o gris. Trajes a medida, de zapatos italianos pulcros y
complementos negros, como era el sombrero de Benjamín y la corbata
del antiguo director de Talamasca.
La puerta se abrió dejando que un
encapuchado entrara en la sala. Vestía una túnica negra, de una
tela similar al terciopelo, que cubría todo su cuerpo. Sólo podía
verse algunos mechones rubios, casi blanquecinos, surgiendo de la
capucha. Tomó asiento entre los dos inmortales y dejó ver sus
manos, agrietadas por las heridas del sol, acomodando el micrófono a
su altura.
—Hoy, en nuestra célebre radio,
daremos la oportunidad a un vampiro que hace tiempo que desapareció
de nuestras vidas, pero no del mundo—expresó con serenidad el
joven vampiro de cabellos rizados, rostro infantil y voz ligeramente
adulta—. Tal y como muchos creíamos, como Marius argumentó en las
páginas de su biografía, está vivo. Damos la bienvenida a
Mael—dijo.
Muchos espectadores quedarían
atónitos. Maharet creía firmemente que había muerto a causa de la
voz interior, una voz que rugió con fiereza en Khayman, y que
terminó echándole las culpas a su amante. Sin embargo, no fue así.
No fue asesinado por las manos de Khayman ni por las de ningún otro.
Nadie lo expuso al sol, nadie le obligó. Fue él, cansado de vivir
entre mentiras y verdades, quien quiso saber qué había más allá
de ésta vida. Una vida vacía, pero llena de soledad.
—Te estamos muy agradecidos—añadió
Talbot.
—No me agradezcan tanto, y permitan
que hable—habló.
Su voz era áspera, como su trato, pero
algo le había hecho llamar a la emisora y pedir participar. El
silencio imperante era abrumador. Los cuatro corazones se escuchaban
como si fueran patadas a una puerta que no cede. Sobre todo, cuando
Mael se quitó la capucha y dejó ver su hermoso rostro, blanquecino
y de rasgos celtas, convertido en grietas profundas en carne viva.
Había sufrido más con el sol que Lestat o Marius con el fuego, pues
él no había bebido sangre de Akasha, aunque sí de Avicus u otros
inmortales.
—¿Qué deseas contarnos? ¿Por qué
ahora?—dijo Benjamín, que evitaba mirarlo directamente.
—Estoy cansado de los rumores.
Cansado—su voz se arrastraba, pero sus palabras eran contundentes—.
Me duele al hablar, al caminar e incluso al respirar. Me duele.
Siento el sol aún sobre mí, rompiéndome en mil pedazos, y sin
embargo tengo que soportar que digan que estoy descansando. Nadie
descansa. Las almas no descansan. Cuando uno pierde su cuerpo no
muere, sigue aquí. He podido comunicarme con tantos... con tantos...
los espíritus de los bosques eran almas en pena... almas que siguen
en pena... almas que penan incluso en éste bosque de hormigón,
cemento, asfalto y cristales—cerró las manos convirtiéndolas en
puños y echó a llorar—. Sólo he venido a llorar por Maharet y
pedirle a Jesse que sea fuerte. No pido nada más. No quiero nada
más. Ni siquiera deseo ver al inútil de Marius. Él, maldito
engendro, tuvo que confesar que sabía que estaba vivo.. ¡Vaya clase
de amigo que es al decir aquello!—gritó furioso, pero luego se
calmó porque las heridas eran terribles.
—¿Cómo ha vivido éstos años?
¿Dónde?—preguntó David.
—¿Acaso te importa, mequetrefe bien
vestido? Adulador, eso eres. Un adulador de vampiros antiguos que
sólo sabe meter sus narices donde no le conviene, igual que tu
creador. Y que me perdone, pero es un idiota. Tan idiota como Marius.
Tan idiota como todos nosotros. Somos idiotas. Vivimos
inconscientemente, no sabemos dónde vamos y porqué vamos. Sólo
engullimos sangre para calmar la sed, pues la muerte es terrible si
no la realizamos nosotros...
Dicho aquello, sin dar más
oportunidades, se incorporó y caminó hacia la puerta. Nadie lo
detuvo. Los tres jóvenes vampiros se quedaron mirándose unos a
otros sin saber cómo reaccionar.
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