Muchas veces hemos leído una y otra vez que Marius creó a Benjamín y Sybelle por amor hacia Armand. Fue un acto caprichoso, pero comprensible. Marius había visto como todos los humanos que amó se redujeron a cenizas y no quería que eso ocurriera con aquellas criaturas. Benjamín tenía una madurez superior a la de cualquier muchachito de su edad y Sybelle era una pianista excepcional. Pero lo que más importaba al "Maestro de las Pinturas" era la fragilidad que ambos poseían siendo humanos. Por eso ahora nos desvela cómo lo hizo. Si bien, se centra en Benjamín aunque también deja claro como hizo a Sybelle.
Lestat de Lioncourt
Estaba
dispuesto a quebrar una de tantas reglas que bien conocía. Reglas que yo mismo
había acabado por elaborar con el paso de los años. Sabía que el mundo se regía
por normas desde mucho antes de mi nacimiento, por ello las acaté nada más convertirme
en la bestia sangrienta que somos todos los vampiros. Aprendí a preservarlas
del mismo modo que preservé la fuente del poder, o quizá del aciago mal, que
nos animaba como si fuéramos un pebetero y este la llama. Pero estaba
dispuesto. Había decidido romperla por amor, aunque quizás también era por
necesidad y honor.
Mientras
contemplaba aquel muchacho de piel dorada, ojos de aceituna negra y cabellos
revueltos del color de la noche más oscura, me di cuenta de lo frágil y hermoso
que era. Vinieron a mí todos los jóvenes que estuvieron bajo mi techo, cobijados
entre mis propias mantas y alimentados con mi fortuna. Niños hambrientos de
calles frías y pies descalzos que se convirtieron en jóvenes refinados llenos
de inquietudes artísticas. Frente a mí no tenía a un pequeño beduino, sino a
los chicos que cantaban y brindaban en las celebraciones que yo ofrecía para
ellos. Vi sus imberbes rostros con aquellas sonrisas iluminando sus tentadores labios
y escuché sus risas. Pude ver todo aquello como si ocurriera aquella misma
noche. Comprendí entonces porqué él lo amaba. Para mi viejo querubín, mi
adorado muchacho, estar junto a Benjamín era regresar a la inocencia consumida
entre el fuego de la venganza y la ruina.
Había
tomado precauciones. Una noche en la cual me dejó a Sybelle y Benjamín a
cuidado tomé mi decisión. Una decisión irrevocable. Nadie me haría entrar en
razón. Primero creé a la muchacha junto a un pequeño piano, un obsequio fruto
de mi amor por la música y su arte, provocando que ella de inmediato tocase
para sentir la música de un modo nuevo. Creo que quedó tan fascinada que no
podía despegar sus dedos de cada tecla. Era un ángel de cabellos dorados y
rostro por siempre joven. Después lo tomé a él de la mano, como un padre
bondadoso a su hijo más pequeño.
Aparté
al muchachito de ella conduciéndolo por los pasillos de mi hogar. Él contempló
cada cuadro con sumo interés. Los jarrones más caros e impresionantes también
fueron de su gusto. Se quedó perdido en los ojos de un busto de Aquiles por más
de unos segundos y después me miró a mí. Esos ojos negros eran hermosos y
perturbadores. Era sumamente inteligente y parecía decidido a vivir por
siempre. No había atisbo de duda en él, como tampoco había atisbo de duda en
mí.
Nuestros
pasos nos llevaron a mi dormitorio. Era un lugar pomposo e insinuante. Había decorado
la habitación yo mismo. El techo parecía la bóveda de una iglesia con tanto
ángel de mejillas sonrosadas, nimbos, esponjosas nubes y delicadas ropas que
parecían haber sido confeccionadas en seda en vez de haber nacido de mi pincel.
La habitación estaba presidida por una cama con dosel de sábanas de seda roja y
bordados de oro. Era muy similar a la que una vez tuve en Venecia.
Él
se quedó mirando la cama con gran interés, pero no dijo nada. Me situé detrás
de su pequeña espalda, puse mis manos sobre sus frágiles hombros y deslicé mis
dedos por sus delgados brazos. Con gran amor me incliné para besar sus
revueltos rizos negros, para después comenzar a desnudarlo entre sutiles
caricias y sumo cuidado.
Amadeo
fue cultivado en el arte del amor y el cortejo. Decidí que debía conocer el
placer más puro y el amor más intenso. Jamás le prohibí que fuese a los
burdeles, sino que le insistí. Deseaba que él comprendiera bien los instintos
más bajos y primarios. Quería que vibrara en brazos de amantes de todo tipo. Él
lloraba cuando se lo pedía y rogaba que fuese yo mismo quien lo hiciera, pero
era imposible que pudiese concederle ese capricho. Pese a todo a veces mis
manos iban al encuentro de sus blancos muslos, se hundían más allá de sus
glúteos y acariciaba con firmeza su miembro.
Benjamín
debía ser cultivado igualmente en los placeres más intensos, pero no había
tiempo. Era lógico que Armand tuviese cientos de enemigos desplegados por los
cinco continentes. Había sido el líder de dos sectas que sembraron odio, miedo
y locura. Estaba seguro que había cientos de vampiros ahí fuera deseando
destruir lo que más amaba. ¿Y no era Benjamín y Sybelle lo más amado para él? Daniel
había quedado en un segundo plano, pues la locura ya lo había destruido. Eran
ellos dos quienes tenían que sobrevivir a lo que pudiese suceder.
Mientras
desnudaba al muchacho noté su nervioso corazón latir con fuerza. Mis dedos
fríos y rápidos recorrieron su torso de efebo. Mis labios se centraron en
ofrecerle suaves roces en su cuello y lóbulos. Él jadeó sin saber bien dónde debía
colocar sus pequeñas manos de ladrón. Lentamente lo fui llevando hasta el borde
de la cama para arrojarlo al colchón. Una
vez allí, tirado sobre las sábanas, coloqué su espalda contra la colcha y su pecho
quedó girado hacia el techo descubierto, pues pese a ser de dosel odiaba cubrir
la cama por la parte superior. Sus oscuros ojos contemplaron la luminosidad de
aquellas majestuosas pinturas mientras sus piernas se abrían. Mis manos
acariciaban sus tobillos y subían hasta sus rodillas, para luego detenerse
entre sus muslos y dejar un sutil roce bajo su pequeño ombligo. Aún carecía de
vello. Parecía un ángel caído del fresco animado por la bondad de un Dios
inexistente.
De
entre mis ropas saqué un cordón de cuero y lo coloqué sobre aquella flecha que
comenzaba a apuntar alto. Rodeé con firmeza aquel pedazo de carne que se
endurecía y él ni siquiera mostró rechazo. Tuve que apartarme unos segundos
para moverme rápido por la habitación tomando algunos aceites, mezclados con
esencias aromáticas, y unos pequeños objetos metálicos de forma cónica que me
servirían para dilatar su virginal puerta hacia el placer, la locura de la
lujuria y el pecado más transcendental. Él ni siquiera notó que me había
apartado, pero sí sintió mis maestras manos deslizándose untadas en el aceite.
Mis
muñecas se movían suavemente al igual que mis dedos mientras elevaba sus testes,
ya inflamadas y rodeadas por la cinta de cuero. Mi mano derecha se colocó bajo
sus glúteos e introduje mi dedo corazón tras bordear su entrada. Se tensó
ligeramente pero no tardó en relajarse. Él sabía que todo lo que allí ocurriría
sería placentero. Giraba sutilmente el dedo mientras con la izquierda seguía
acariciándolo, en ese momento entraron dos jóvenes de mi servicio absolutamente
desnudos.
Los
muchachos se aproximaron hasta la cama. Eran chicos jóvenes de aspecto algo
fornido y que estaban deseosos de complacer mis caprichos, así como de
complacer al jovencito que yacía aturdido sobre el colchón. Tomé uno de los
objetos metálicos y lo introduje en él. Benjamín jadeó y gimió más alto que un
murmullo. Sus caderas oscilaron y un par de lágrimas bañaron sus sofocadas
mejillas.
Uno
de los jóvenes, rubio y de ojos claros, se colocó cerca de su almohada y le
ofreció su sexo. El muchacho se quedó sin saber cómo reaccionar, pero mi criado
optó por tomar la iniciativa. Aquella daga entró entre sus labios
convirtiéndolo en un experto faquir. Benjamín no dudó en enroscar su lengua
pasados unos instantes. Paladeaba la sensible piel como si hubiese pertenecido
siempre a un burdel.
El
otro joven soltó la cuerda y provocó que aquella dulce, pero entregada
criatura, eyaculara por primera vez manchando su vientre plano perlado de
sudor. Saqué de él el pequeño artefacto y coloqué otro más ancho. No hubo queja
por la nueva intromisión. Ni siquiera notó que me aparté dejándolo en manos de aquellos
dos siervos del deseo.
En
cuestión de minutos fue retirado aquel objeto para ser penetrado al fin por un
sexo húmedo, hinchado y deseoso. El mismo miembro que había codiciado entre sus
labios y que ahora tenía otro de piel algo más oscura y coronado de vello
negro. El canto de sus gemidos era callado por ambos hombres curtidos en el hermoso
arte del sexo. También lo fueron los pequeños gritos de sorpresa, dolor y
placer cuando notó mi látigo al invertir su figura y dejarlo de espaldas al
techo.
Su
pequeña espalda fue acariciada sin pudor y con certeza por mi látigo. Una a una
las siete colas silbaron contra su columna, costados, omoplatos y trasero. Igual
que uno a uno llenaron su estrecha entrada convirtiéndola en un orificio de
ríos fértiles y blanquecinos. El muchacho explotó en varias ocasiones, aunque
era imposible que mostrase una y otra vez su eyaculación. Vibraba, gritaba,
gemía y clamaba por mayores atenciones aunque finalmente cayó rendido y olvidado
por aquellos dos furtivos casi insaciables.
Besé
su boca con cariño y entrega antes de tomarlo envuelto entre las sábanas, para
conducirlo por la galería hasta otra de las habitaciones. Había pintado
numerosos frescos en ella, los muebles eran casi inútiles allí. Sólo había un
diván y varios caballetes. Era la sala donde solía reposar y dejar algunos de
mis utensilios. Allí meditaba e imaginaba nuevas formas de arte. Era un lugar
lleno de querubines con cientos de rasgos distintos, aunque había uno que
poseía hegemonía en el lugar: el rostro de mi dulce Amadeo. Porque y dibujaba a
Amadeo y no a Armand. El vampiro que todos conocen tiene una mirada dura y
terrible comparada con el candor de aquellos ojos almendrados.
Me
coloqué en el centro de la habitación y pegué contra mí al muchacho que aún
temblaba por el placer recibido. Sus muslos goteaban la simiente de aquellos
dos hombres y sus labios estaban rojos por la presión ejercida. Sonreí satisfecho
mientras palpaba su pecho perlado de sudor y despejaba de rizos su frente. Besé
con ternura sus mejillas y hundí mis colmillos en su cuello. Gimió complacido y
asustado. Sus recuerdos vinieron a mí como una tormenta.
Pude
ver las desgracias que habían caído sobre su cuerpo, provocando incluso la
fractura de algunos de sus huesos. También contemplé el rostro de su madre, así
como el canalla atormentado de su padre al venderlo. Escuché con claridad de
las ruines palabras de Fox y como lo tenía para el contrabando de drogas,
hurtos a pequeña escala en fiestas de etiqueta y mendicidad. Contemplé los
infiernos en aquel paraíso perdido dejándome un mensaje amargo en mis labios. Y
esos mismos labios manchados de mi propia sangre besaron los suyos para darle
una nueva vida. Intercambiamos sangre en más de diez ocasiones. Hice aquello
para dotarlo de una fuerza y una vida similar a la que tuvo Amadeo.
Tras
dejarlo morir entre mis brazos retiré las sábanas sucias y lo conduje al baño. Allí
le di una ducha rápida, para luego llenar la bañera y dejar que se relajara en
un cálido baño de esencias. Acabé por acompañarlo rodeando su pequeña figura.
Tenía
un nuevo hijo y una nueva hija. Había cometido un crimen terrible. No sabía si
Armand me lo perdonaría, pero lo había hecho por amor. Quería que él me
perdonara entregándole dos magníficos compañeros que jamás le abandonarían. Seres
que siempre respetarían el amor mutuo que se tenían.
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