Recostado
en la cama parecía un ángel al cual le habían arrebatado cada una de sus
plumas. Sus cabellos negros caían sobre su frente revueltos y salvajes rozando sus finas y proporcionadas cejas oscuras. Tenía los ojos cerrados, pero
cuando se hallaban abiertos eran dos almendras caobas muy llamativas. Poseía unos
labios carnosos, bien definidos y de una boca no excesivamente grande para un
mentón algo fino. Sus rasgos eran suaves, aunque masculinos. Podía decirse que
su rostro era dulce, pero no así su alma. Era una fiera que debía ser
domesticada en cada encuentro. La rebeldía yacía en él como un virus mortal, el
cual se reproducía y se hacía fuerte.
Su
cuerpo, delgado y escasamente marcado, estaba sobre diversos y mullidos cojines. Se hallaba ligeramente inclinado hacia la rivera de aquel río de brea,
formado por sábanas de seda, que realzaba su piel lechosa sutilmente salpicada
por algunas diminutas pecas. Tenía las piernas sutilmente abiertas, incitando a
quien lo contemplase con aquellos muslos de aspecto suave, pues carecía de
vello alguno. Su sexo yacía dormido y manchado por los pecaminosos juegos en
los que había participado. Sobre su delicado torso había profundas marcas del cinturón
que descansaba en el suelo, justo a los pies de ese nido de lujuria desatada. Marcas
similares, en proporción e intensidad, tenía alrededor de su cuello. Los brazos delgados y de aspecto frágil estaban por encima de su cabeza.
Todo
él era un incensario que rezumaba el perfume típico de una noche de placeres
ocultos, los cuales son los que realmente gobiernan las almas y manejan éste
extraño mundo. Cientos de gotas de sudor aún resbalaban por sus torturadas
caderas, pecho y rostro. Su boca aún temblaba. Deseaba hablar, pero sabía que
su voz carecía de voz y voto.
Frente
a él estaba el culpable mayor, aunque no el único, contemplándolo indiferente. Ya
olía a jabón y colonia masculina. Su rostro no tenía marca alguna de esa
depravada sesión. La camisa de algodón se ajustaba perfectamente a sus anchos
hombros y sus dedos, ágiles y rápidos, cerraban ya los puños de esta. Sólo quedaba
la corbata, el chaleco y la americana para ser el hombre decente que todos
conocían. Fuera de aquella habitación, la número 126, era gran héroe de las
finanzas, un hombre digno y limpio de cualquier mancha. Allí fuera, en el
enjambre cotidiano, era padre orgulloso y amante fiel a una mujer florero. Era despreciable.
Al menos para el lastimado ángel que rogaba que se marchara, pero a la vez
soñaba con ser algo más que un plato más en una bacanal.
Hoy
le habían acompañado varios hombres. La lección había sido más terrible. Sintió
sobre él una tormenta de golpes, mordiscos, insultos y brutales vejaciones. Su espalda
baja daba buena cuenta de ello. Había descendido a los infiernos y tocado cada
rincón. A ciegas, sin siquiera saber qué ocurría, fue conducido y arrastrado
por la lascivia. Sus gritos y lloros quedaron ahogados en gemidos y clamores.
Dios mismo lloró la pérdida de aquel ángel, el cual quedó maldito el mismo día
que aceptó ser todo, y a la vez nada, por unos cuantos billetes.
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