Flavius y Marius hablaron mientras la crisis asolaba el mundo y yo no llegaba... ¡Esto fue el inicio de la conversación! ¡Acabáramos!
Lestat de Lioncourt
—Volvemos a encontrarnos—dije una
vez la reunión había finalizado.
Las presentaciones sobraban y carecían
de interés. Todos estábamos allí esperando que Lestat hiciese acto
de presencia. La alegría y pasión del piano de Sybelle estaba en un
segundo plano ante el murmullo de las numerosas conversaciones. Había
pequeños grupos por toda el edificio intentando hilar recuerdos y
momentos en los cuales nos habíamos sumido en tempestades similares.
Él estaba allí con un aspecto
magnífico. Creo que hasta ese momento no recordaba la profundidad de
sus ojos azules y la belleza de sus rizos dorados, cayendo sobre su
frente y rozando su nuca. Parecía uno de los arcángeles que mil
veces habían sido reproducido a lo largo de la historia de las
diversas religiones, pues no sólo el cristianismo representaba seres
alados excepcionales. El suéter negro de cuello de cisne estilizaba
su figura y los pantalones desgastados ocultaban la maravillosa
intervención del hindú Fareed. Había recuperado una pierna que
había perdido años antes siquiera de conocernos.
—Sí, ha pasado mucho tiempo—contestó
apoyado en el marco de aquella gloriosa puerta de madera de roble. Su
sien quedó pegada al marco y sus brazos se cruzaron obre su pecho.
Viéndolo así cualquiera pensaría que era un joven cualquiera con
una belleza nada común, pero mortal como el resto de humanos.
—Nunca supe tu paradero—comenté.
—Me mantuve a salvo como Pandora me
pidió. Ella me rogó que me alejara de ti—dijo sin pudor.
La verdad siempre andaba suelta en su
boca y solía escupirla como una flecha certera. ¿No era hábil con
el arco y la flecha? Lo era y por eso esa metáfora quedaba perfecta
para su forma de contestar a todo sin miedo alguno y con acierto
absoluto.
—No iba a destruirte—aseguré—.
Hay leyes que no tienen porqué cumplirse. Serviste bien a Pandora y
merecías una recompensa.
—Ya, pero tus celos eran demasiado
fuertes en aquel entonces.
Mis celos siempre han derramado hilos
de tinta en el recuerdo de mis creaciones, pero también de aquellos
que me conocieron bien sin llegar a ser siquiera amantes. Estaban
plasmados en diversos libros y mostraban a un hombre airado,
tremendista y sin ánimos para las bromas.
—Era joven—intenté quitarle peso a
mis acciones, pero sabía que ante él esa excusa no serviría.
—Sigues siendo mismo.
—No, he cambiado—insistí.
—Marius, te conozco bien y sé que no
has cambiado—una ligera sonrisa burlona se formuló en sus labios
como en su mirada. Sus ojos azules me miraban como si fueran dos
ventanas a mi alma y no a la suya. En él pude leer con claridad mis
estúpidos discursos, difamaciones y pequeñas mentrias. Siempre
luchaba por quedar sobre todo y todos, y claro está, me equivocaba—.
He estado observándote en la distancia.
—¿Y qué has podido ver?—pregunté
arriesgándome a ser herido.
—Sigues lamentándote del mismo modo
y expresando tus miedos, pasiones y alegrías con la misma vehemencia
que hace siglos. Has esculpido tu alma a base de errores y estos te
han hecho heridas profundas. Asumes que ya no eres el sabio que
creías, pero eso no implica que lo toleres. Todavía te duele no ser
nada más que un chiquillo estúpido frente a otros. Otros que pueden
ser incluso más jóvenes que tú, más intrépidos y carismáticos.
Marius, Marius, Marius... no te odio, nunca te he odiado, y no tomes
mis palabras como un cuchillo. Acepta esto como una verdad innegable
y asume que no puedes ser quien pretendías. Deberías dejar de
competir con otros y empezar a luchar por superarte a ti mismo. Tú
eres especial a tu modo y no mereces intentar ser mejor que otros tan
especiales por sí mismos.
Su discurso vehemente poseía una
fuerza arrolladora. Quedé perdido como un barco que empieza a
zozobrar en mitad del mar. Sin embargo yo lo había pedido. Me había
adentrado en la boca del lobo sin una misera cerilla y ahora la
oscuridad me rodeaba.
—Ahora comprendo los motivos por los
cuales Pandora acudía a ti—susurré acercándome a él para
tomarlo del rostro. Mis manos estaban frías pero sus mejillas
parecían tan cálidas como las de un humano. Había bebido sangre
antes de la reunión como si supiera que estaría días sin
saborearla. Siempre había sido previsor y paciente así como
elocuente y directo.
—¿Por qué?—dijo como si no
supiera la respuesta.
—Es necesario que te digan la verdad
aunque sea dolorosa—respondí antes de besar su frente y
estrecharlo contra mí. Él me rodeó sin problema alguno y terminó
riendo a carcajadas conmigo. La tregua había comenzado entre ambos
otra vez.
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