Desde hacía algunos meses había
decidido reunirme de vez en vez con los diversos vampiros. Se había
elegido varios representantes de diversos grupos de vampiros jóvenes,
los cuales me habían solicitado diversas conversaciones con los más
antiguos y sabios. Algunos de ellos eran artistas y se ganaban la
vida vendiendo diversas obras de arte por un valor ínfimo al que
podrían tener en el mercado. Marius estaba en Francia para contactar
con ellos en los cafés de los barrios más bohemios y diversos de la
capital. Si yo asistía era porque pedían mi presencia debido al
enorme interés que despertaba mi nuevo cargo y mi forma de actuar a
lo largo de las últimas décadas.
Acababa de concluir la reunión cuando
él decidió perderse entre la multitud. París nunca fue su hogar ni
tuvo un vínculo especial para la inspiración de sus magníficas
obras de arte, pero sí para cierto demonio destruido en Roma y que
surgió con fuerza entre las empedradas calles aledañas al
cementerio de Les Inocents. Era la primera vez que veía a Marius con
una pose tan meditabunda y una mirada tan perdida en sus turbios
asuntos. La culpa pesaba quizá demasiado sobre sus hombros, pero por
orgullo u obstinación no iba a reconocer que caía a pedazos sobre
sus promesas rotas.
Habían pasado ya dos horas, quizás
algo más, cuando regresé a mi castillo. Louis estaba sentado frente
a la chimenea con un viejo álbum de fotografías que le había
entregado nuestro querido amigo David. Mi despiadado mártir estaba
tan ensimismado con aquellas viejas instantáneas, algunas de
antiguas Polaroid, que no deseé molestarlo. No me intrigaba
demasiado lo que podía encontrar en aquel puñado de recuerdos
porque conocía bien cada gesto, ropa y escenario que se daban en
estas. Los viejos recuerdos de los viajes a Brasil o la convivencia
en Nueva Orleans habían quedado plasmados para siempre en mi memoria
y no necesitaba fotografías. Aunque a veces olvido cosas, como todos
supongo, los buenos momentos quedan enmarcados en cada una de mis
sonrisas.
Decidí subir a descansar recostado
sobre mi cama, pero al pasar por la habitación de quien siempre
sería mi maestro me percaté que necesitaba mi compañía. Durante
algunos minutos guardamos silencio ambos como si no supiéramos que
estábamos en el mismo lugar esperando una pequeña invitación.
—¿Puedo recostarme contigo?—pregunté
entrando en la habitación que él ocupaba desde hacía unas noches.
—¿Acaso no es tu
castillo?—respondió.
Reí ante su respuesta. Parecía
perdido como un chiquillo. Era la primera vez que me percaté que
realmente ambos nos asemejábamos tanto como decía Pandora. Él
llevaba consigo culpas que nunca podría soltar y que eran como
piedras en los bolsillos de su alma.
—Por supuesto...—dije acercándome
al borde de la cama para acabar tumbado a su lado—. Pero esta es tu
habitación y tú podrías...
—¿Echarte?—murmuró—. Lestat, no
te echaría de mi lado otra vez. Creo que he cometido muchos errores
estúpidos por culpa de sentir mi ego herido o mi orgullo
maltrecho—tenía los ojos cerrados y su rostro imperturbable, pero
siempre noto las pequeñas diferencias que ocurren a mi alrededor.
Amel bailoteaba en mi mente murmurando que necesitaba mi consuelo.
—¿Necesitas consuelo?—pregunté
torpe aunque sincero. No sabía si ser tan directo provocaría que se
molestara y huyera.
—Te has convertido en un gran
gobernante y has logrado apaciguar el dolor de un espíritu, has
hecho que muchos vivamos en una paz que creíamos ficticia y has
abogado por ser sensato dentro de tus limitaciones, pues sé bien que
acabarás cayendo en los mismos errores. Nosotros no cambiamos,
Lestat. Bien sabes que por mucho que intentemos cambiar terminamos
precipitándonos hacia el mismo lado... —abrió los ojos y giró su
rostro hacia mí—. Pandora dice que somos muy similares y hasta
hace poco eso me molestaba profundamente... —me atrajo entonces
hacia él para abrazarme—. No quería darme cuenta que era cierto
porque temía que cometieras mis mismos pecados. Yo no quiero que
otros sufran el mismo calvario por culpa de un ego y un orgullo
desmedidos.
—Hoy has estado más intranquilo que
nunca—musité—. ¿Tiene algo que ver con el pasado de
Armand?—dejé que mi rostro se colocara sobre su pecho y escuché
su poderoso corazón latir bajo su chaqueta de terciopelo rojo tan
similar a la mía.
—Dejé escapar a la mujer de mi vida
y después permití que destruyeran el único consuelo que había
hallado en este mundo—sus largos y finos dedos jugaban con mis
revueltos cabellos rizados provocando que me adormeciera—. Casi
eres un niño y tienes una responsabilidad terrible, pero has sabido
mantenerte cerca de tu corazón.
—¿Y quién es tu corazón,
Marius?—pregunté provocando que pararan sus caricias.
—Amo a Pandora y siempre será mi
primer amor, pero ¿es el más importante? Lo dudo—sonrió
amargamente mientras yo me incorporaba para mirarlo a los ojos—. Mi
gran amor está aún perdido por las calles de este mundo.
—Armand—susurré.
—No, Amadeo—dijo tomando mi rostro
entre sus manos—. Algún día Amadeo volverá a mis brazos y podré
acabar mi mejor obra.
—¿No eras tú quien me dijo una vez
que de esperanzas no se vive?—dije echándome a reír.
—También soy quien te comparó con
Alejandro Magno ¿y me equivoqué? No habrá vampiro que supere a tu
leyenda y tus actos en este mundo—se incorporó ligeramente y me
besó en los labios.
Su boca siempre parecía bondadosa y
dispuesta a ofrecer el cariño que no había logrado mostrar en el
pasado. La mía siempre tenía una sonrisa burlona similar al gato de
Alicia en el País de las Maravillas. Ambos éramos distintos pero
similares. Él debía encontrar aún la forma de pedir perdón sin
pronunciar la fatídica palabra, pues parecía incapaz de implorar
frente a quien lo fue todo, y yo debía aceptar que nunca encontraría
mejor hogar que los brazos de Louis.
—Sígueme, Louis está en el salón y
es posible que te guste escuchar historias menos trágicas que la
tuya—dije bajándome de la cama y dirigiéndome a la puerta.
—No, Lestat... Hoy prefiero estar
solo—dijo abriendo los brazos en forma de cruz sobre la inmensa
cama.
—De acuerdo, maestro—respondí
bajando precipitadamente hasta el salón.
Al llegar vi como Louis lanzaba el
libro a las llamas. Intenté sacarlo de entre la leña y me fue
imposible. Aquel álbum ardía como si fuese papel de fumar.
—¿Por qué?—pregunté algo furioso
y desconcertado.
—Los recuerdos se conservan mejor en
el alma y no en pequeñas imágenes—dijo con aquellos hermosos ojos
verdes clavados en las cenizas—. Sean buenos o malos...
—Has encontrado alguna fotografía
mía que te ha provocado celos—comenté entre carcajadas como una
broma cruel.
—Si deseas que sea sincero te diré
que sí, pero quizás es mejor callar y apreciar como se consume
todo...
Los recuerdos siempre estaban ahí
bailoteando como las llamas, consumiendo a veces nuestra paciencia y
felicidad, pero lo importante era el presente y por ello lo abracé
con fuerza besando sus mejillas. Quería que supiera que él era mi
corazón y nadie más ocuparía su lugar, al igual que ocurría con
Marius y Armand.
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