Estos dos, Marius y Armand, no van a volver jamás a ser los mismos. Para colmo Marius tiene que recordar a Santino... ¡Torpe!
Lestat de Lioncourt
Estábamos de
nuevo en una misma habitación y ni siquiera me miraba. Había construido un
palacio de recuerdos arañando cada rincón con esperanza. Coloqué sin prisa
monumentos a mi dolor, a la tragedia que vivimos ambos, llevando el perfume de
mis lágrimas en Venecia a los frescos que cubrían el techo y mis escasas
fantasías a las excelsas esculturas que se alzaban en cada columna de ese
maldito edificio. El suelo de mármol era blanco y estaba recién pulido. Las cortinas
eran de satén rojo como las que una vez cubrió su lecho y envolvió mi cuerpo
casi moribundo.
—¿No vas a
decirme nada?—pregunté cerrando las pesadas puertas de madera tras mi espalda.
—La última
vez me echaste—respondió contemplando los frescos—. ¿Quién los hizo?
—Eso no
importa—contesté con rabia.
—Insolente…
Fuera cientos de jóvenes sufrían la barbarie de quienes como él habían
perdido el juicio. Luchaban sin esperanzas por seguir vivos una noche más en
unas aterradoras tinieblas que podían ser peores que cualquier condena en el
infierno. Contemplaba la desesperanza enterrada en los corazones ajenos, pero
eso es algo que nunca me ha interesado. El sufrimiento que transporto en cada
uno de mis huesos, instalado en mi alma hasta convertirse en lo que me mantiene
cuerdo, es mucho más impresionante que el pavor en los ojos de un recién
nacido. Pero a ellos parecía importarles. A mí sólo me preocupaban los cuatro
muchachos que estaban bajo mi techo: Benjamín, Sybelle, Daniel y Antoine. El resto
si querían podían estallar en llamas. Incluso podía estallar David pese a lo
mucho que le extrañaría.
—No, Marius—dije caminando hacia él—. Todos los placeres que tienes a la
vista son fruto de los recuerdos amargos que tú depositaste en mi corazón.
—¿Tan amargos eran? ¿O quizás se convirtieron en amargos por culpa de
Santino?—ese nombre provocó que retrocediera.
Recordé como habían matado al ser que me salvó la vida pese a todo. Su
retorcida forma de enseñarme fue cruel pero necesaria. Hizo de mí un guerrero
con una formidable coraza. Insufló en mí poder y orgullo provocando que pudiese
ser un enigma y un estigma para mis seguidores. Destruyó a Santino porque me
amaba y por una venganza ciega e inmerecida. Él podía ser su enemigo pero se
arrepintió y cambió de camino. Ordenó la muerte de un ser inocente quebrando
sus propias normas bajo la presencia de Maharet, la cual se sintió decepcionada
y hundida por lo ocurrido.
—Olvidaba lo despreciable que eras—susurré saliendo de la sala.
Me faltaba aire y me sobraba rabia. Quería correr por los pasillos huyendo
de los recuerdos, de mis sentimientos, de la belleza que me rodeaba y quizá de
mí mismo. Deseaba arrancarme la piel y exponerme al sol una vez más. Necesitaba
olvidarme del castigo que era amar a un idiota temperamental que nunca me
acogería en sus brazos como un Dios bondadoso. Realmente era un monstruo
esculpido en belleza y lleno de rencores. Yo sólo quería ser libre sintiendo el
amor y el respeto que realmente nunca me ofreció.
Acabé encerrado en mi despacho. Mi espalda golpeó la puerta y mis piernas
cedieron provocando que me quedara sentado en el suelo. Parecía una marioneta a
la que le habían arrancado los hilos. Cerré mis ojos y agaché la cabeza para
luego echar a llorar como un niño pequeño. Entonces escuché sus pasos lentos e
imponentes por el pasillo. Por un momento me olvidé que estaba en Nueva York y
que ya no era un mocoso estúpido.
—Abre la puerta—dijo.
—¿Para qué?—pregunté apoyando la cabeza contra la madera.
—¿Acaso crees que sigo pintando tu rostro en lienzos porque sólo eres un
recuerdo?—susurró—. Siempre serás mi amado Amadeo, pero no puedes pedirme que
acepte tus retorcidos deseos. Ya no posees la pureza ni el brillo que tanto
amaba. Provocas miedo a todo aquel que te contempla y te has convertido en un
magnífico demonio. ¿Cómo no voy a odiar a quien destruyó mi obra afeándola de
tal forma? Ojalá un día regreses a ser el niño que rogaba por ser salvado. Eras
hermoso, Armand. Esa fragilidad aún la veo en ti pero está bajo océanos de odio
y rechazo—intentó girar el pomo y no pudo. No quería derribar la puerta y comenzar
una discusión absurda—. Todavía perduran en ti preceptos que debías olvidar… El
día que abandones realmente la Secta de la Serpiente búscame, amor mío. Búscame
porque estaré dispuesto a todo.
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