Esto me inquieta... ¿Qué demonios ha pasado aquí? ¡En serio!
Lestat de Lioncourt
Caminaba con la mano en los bolsillos
convirtiéndose en una silueta esbelta oculta tras unas ropas
cómodas, sencillas y a la moda. Su figura pasaba inadvertida entre
el tumulto de jóvenes que se arremolinaban a su alrededor en las
calles más bohemias. Llevaba unos pantalones pitillo, unas botas
bajas con cremallera a los lados y algunas tachuelas, camiseta de
mangas cortas y un chaleco de la misma tela que los pantalones. Todas
las prendas eran negras. Incluso el pequeño fular del cuello, la
pulsera trenzada de cuero y el sombrero que llevaba como
complementos. Su pelo oscuro estaba trenzado, como de costumbre, y
dejaba al descubierto un rostro algo pálido de ojos profundos y boca
carnosa.
Nadie reparaba en el individuo que
parecía buscar un lugar donde apagarse del todo. Parecía querer
huir del tedio y el silencio que golpeaba su corazón. Sin duda
alguna era un lobo solitario esperando encontrarse con la luna llena
de frente para poder aullar de dolor, miseria e insatisfacción. Pero
a su lado había cientos de jóvenes así desencantados con la época
que les había tocado, con estos tiempos revueltos de injusticia y
arte ecléctico barato comparado con el movimiento original. Muchos
de ellos tenían una copa en la mano, un cigarro o dogas sintéticas
para pasar la noche. Los menos, aquellos que simplemente soportaban
el peso del mundo, estaban arrinconados pidiendo otro café para
sumar una nueva noche sin dormir en mitad del barullo. Los café, los
bares de copas, los tugurios a media luz o las discotecas tenían una
fauna variopinta. Al parecer le gustaban estos lugares, los que podía
encontrar de todo y a todos en un mismo sitio como si fuera un
supermercado, porque podía elegir su próxima víctima sin tener que
repetir bocado.
Vampiro. Simplemente vampiro. Hijo de
la Noche, Príncipe de las Tinieblas, Nosferatu o Inmortal podían
tener el mismo peso pero la palabra más repetida, que más sonaba en
las pesadillas de cualquiera, era vampiro. Un vampiro lleno de
recuerdos que intentaba descansar entre los brazos de un hombre joven
que pareciera no temer a nada. Solía gustarle gente atrevida, sin
miedos ni escrúpulos, que hicieran de la vida un triunfo por encima
de las leyes de la moralidad y el decoro. Quería un canalla y no
encontraba más que muchachos que se creían duros por llevar un
tatuaje, dilatadores en las orejas o fumar algo ilegal.
Se decantó por un local de luces
tenues y rojizas, con música de jazz de fondo, y cierto ambiente de
los años veinte mientras individuos de todas las clases adictos a la
nocturnidad y la buena música se embelesaban con el espectáculo.
Decidió que la mesa del fondo, la más alejada de todos, sería la
apropiada. Desde allí vio desfilar a numerosos jóvenes hasta que
uno le llamó la atención. Conocía al engendro que se paseaba por
allí con traje oscuro a medida.
De inmediato caminó por el local como
una pantera y se sentó justo en la mesa que había elegido aquel
“conocido”. Frente a frente ambos se observaron como si no
estuvieran sorprendidos de verse allí, en mitad de un local tan poco
usual y rodeado de mortales.
—¿Qué se supone que haces por aquí,
caballerito?—preguntó encendiendo con la mente la vela aromática
que les separaba.
—Disfrutar de este lugar.
—Te creía muerto—dijo.
—Estamos vivos—respondió
desabrochando su chaqueta para dejarla abierta y acomodarse
ligeramente en la silla.
—Pero dónde está ella—comentó
mientras jugaba con su dedo por el borde del soporte de la vela.
—Nos hemos separado momentáneamente.
Necesitamos alejarnos el uno del otro algunos meses al año. Igual
que haces tú con Arion—respondió.
—¿Ya has leído el librito de tu
amigo?—preguntó mirándole a los ojos.
Esos ojos azules y hermosos que
parecían gemas de unas piedras preciosas poco usuales. Su rostro
seguía siendo el de un imberbe muchachito de unos veinte años.
Tenía la boca carnosa y la nariz perfecta para esos pómulos
marcados, sutilmente sonrosados por la sangre que había ingerido, y
unas cejas que parecían pintadas en aquella piel tan lozana. Era
hermoso como un actor de cine de esos que parecen sacados de cuentos
de hadas o libros de la sección de literatura romántica. Un
príncipe, claro está, sureño y real. Un niño rico sin más que
había entrado a formar parte de los inmortales por su capricho. Era
su creación aunque no era la única que había realizado en los
últimos siglos, pero sin duda alguna era la mejor que había hecho.
—Sí, además he podido ponerme en
contacto con el científico que ha estado indagando sobre el ADN
vampírico. Creí que era importante poner en conocimiento de los
Mayfair que existía dicho laboratorio. Ellos pueden investigar,
junto a Talamasca, sobre las diversas criaturas que rondan este
mundo—apartó la mano de la vela y la tomó entre las suyas—.
¿Siguen estos dedos creando camafeos y golpeando gente?
—Por supuesto—dijo retirando su
mano para guardar las distancias—. ¿Podríamos hablar en privado?
Siento que aquí todos nos están observando. Aunque más bien creo
que observan al niño mimado que eres—susurró entrecerrando los
ojos mientras la vela se apagaba por culpa de una “corriente” de
aire.
Ambos se incorporaron y caminaron sin
prisa hacia la puerta del local, echaron a caminar hasta una esquina
cercana y entraron en un estrecho callejón donde la conversación
prosiguió. Se miraban uno al otro como si fueran dos depredadores a
punto de lanzarse en una disputa por una presa y de la nada sus
cuerpos se pegaron. Tarquin Blackwood, heredero de la fortuna
Blackwood, jamás pensó que el cretino que supuestamente vivía en
sus tierras fuese a ser un vampiro como tampoco sospechó jamás que
la atracción, o más bien el terrible deseo de tocarlo, fuese a
estallar tras tantos años. Petronia no era un vampiro común o
vulgar, pues se podía considerar que ni como humano fue capaz de
pasar inadvertido por completo, que odiaba lo común y por ello
eligió a su “caballerito” debido a su belleza, insolencia y
profunda rabia hacia el mundo que le asfixiaba.
—¿Qué haces?—preguntó notando
que su sombrero caía a sus pies al ser empujado contra el muro de
ladrillos vistos que poseía el local.
—¿A qué temes?—dijo.
—¿Crees que te tengo miedo? Tengo
miles de años, estúpido—contestó agarrándolo de las solapas del
traje para inclinarlo hacia delante.
Rápidamente se cortó la lengua y
ofreció a su creación unas gotas de sangre espesa, deliciosa y
cálida. Tarquin reaccionó involuntariamente agarrando la escasa
cintura de su creador, subiendo suavemente hasta los costados y
dejando finalmente estas bajo sus axilas. Petronia no tardó en bajar
esas manos hasta sus glúteos mientras notaba como su criatura le
ofrecía beber del mismo modo. La excitación caldeaba a ambos
bajando la guardia ante cualquier enemigo. Allí apartados del mundo
sólo existía la profunda oscuridad y el delirio de un beso
demasiado íntimo.
Petronia sentía un hambre atroz y
bebía grandes sorbos de su criatura mientras se desabrochaba su
pantalón. Aquellos pantalones ajustados se vieron abiertos y caídos
hasta la rodilla, junto a su ropa interior, mostrando sus dos sexos.
Tarquin jadeó apartándose mareado mientras caía de bruces al
suelo, para luego gatear y quedar de rodillas con el miembro
masculino de su creador entre sus labios. La escena volvía a
repetirse. Los largos dedos de Petronia se enredaban en los rizos
oscuros de su “caballerito” sintiendo como bebía de él
succionando con fuerza.
Después de satisfacer mutuamente el
deseo y fortalecer ese maldito vínculo se acomodaron la ropa,
salieron del callejón y se marcharon cada uno hacia un extremo de la
calle. Ninguno se despidió. Ambos odiaban las despedidas y asumir
que el deseo seguía ahí como una aguja atravesando cada ventrículo
de sus podridos corazones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario