Oberon Mayfair es un macho Taltos, ¿qué supone ser un macho Taltos? Son prácticamente eternos aunque mueren, como cualquier humano, pero tardan miles de años. Pueden verse afectados por alguna enfermedad y heridos por cualquier arma, aunque si su salud es buena y se ocultan bien de brujos, y de otros Taltos o enanos que deseen destruirlos, pueden llegar a contar con más de dos mil o tres mil años. El joven Oberon sólo tenía unos años cuando lo conocí.
Los Taltos crecen rápido. Nada más nacer se aferran a los pechos de su madre y crecen durante las primeras horas hasta alcanzar su etapa "adulta". Aparentan tener unos veinte o treinta años, pero en realidad son bebés que pueden caminar, hablar, comunicarse en lenguaje similar al del viento silbando entre las ramas o mentalmente, mientras logran ciertos "prodigios" que aún no están del todo determinado. Llegan a medir más de dos metros de altura y tienen los conocimientos de sus ancestros. Conocí a esta forma de vida, por así llamarlo, gracias a mi aventura junto a Tarquin Blackwood y Mona Mayfair.
Aquí una de sus memorias.
Lestat de Lioncourt
CUESTIÓN DE FE
—Deberías estar más feliz—dijo
sentándose a mi lado.
—¿Por qué?—pregunté con
sinceridad dejando el cinismo y el sarcasmo aparcado a un lado.
—Estás vivo y tus hermanas se
encuentran bien de salud. Todos estáis a salvo—explicó con
frialdad mientras dejaba una bandeja metálica junto a mí.
Aquella enfermería era aséptica, como
todas, pero tenía un punto macabro. Sabía que en las neveras del
fondo del pasillo, cerca de la sala de espera de familiares de
difuntos, se hallaban muestras de los cadáveres de mis padres.
Prácticamente podía alcanzarlos y volver a llorar como un recién
nacido, pero me contuve mirándola con la misma frialdad que ella me
mostraba.
—La vida no tiene mucho valor para
ti—respondí con crueldad—. ¿No fuiste tú quien mató a tu
propia hija? Sólo porque era un Taltos como yo—mis ojos se
quedaron clavados en los suyos y ella se echó hacia atrás
intentando guardar la calma.
—Oberon, estoy intentando controlarme
frente a ti—dijo—. Me recuerdas tanto a él y me siento tan
avergonzada por no haber hablado con claridad aquellos días...
—Ahórrate el sentimentalismo barato
porque no va conmigo—respondí notando que tomaba mi brazo, pasando
un algodón húmedo por la parte baja de mi bicep, para recoger una
muestra de mi sangre.
—¿Qué deseas? ¿Qué puedo darte
para que me dejes tranquila? No puedo verte así—murmuró
concentrada.
Estaba allí, en una camilla en mitad
de una enfermería de un hospital vinculado a mi historia familiar,
prácticamente desnudo y con un sólo pensamiento. Quería huir de
allí, arrancarme la ropa y corretear por el círculo de piedras.
Sólo quería hacer lo que cualquier Taltos desea hacer al menos una
vez en la vida, igual que un musulmán quiere viajar a la Meca o un
cristiano hace el Camino de Santiago como una promesa y prueba de fe.
Deseaba hacerlo. Pero no podía decírselo a ella. Era mi perro
guardián, alguien en quien confiaba ciegamente mi padre, y no quería
provocar que me enjaulara con tal de evitar posibles peligros.
—Quisiera hablar con un
sacerdote—dije—. No creo en Dios, pero al menos saben escuchar.
—El padre Kevin está en la capilla.
Si lo deseas puedo hacer que pase a verte en una hora.
—Estaría bien.
Los tubos se llenaron rápido y después
tuve la recompensa de helado de yogur, un vaso enorme de leche y un
poco de queso fresco. Mis alimentos seguían siendo los de un Taltos
y así sería por siempre. No podría disimular que era un joven
normal, pues además tan sólo tenía dos años. Mi aspecto era el de
un muchacho de unos veinte años de profundos ojos claros, boca
carnosa y amable, con una piel suave debido a una genética especial.
Mi tamaño era perfecto para jugar a ciertos deportes típicamente
norteamericanos o incluidos en su cultura como propios de una forma
de vida, pero no me interesaban en lo más mínimo.
En mí despertaba la curiosidad siempre
viva de mi padre, quería investigar nuevos medicamentos o quizás
explorar negocios más allá de los cauces habituales. Me llamaba
poderosamente la atención las nuevas redes sociales y quería verme
involucrado en esa vorágine de información que era Internet.
Reconozco que siempre he sido un adicto a las nuevas tecnologías y
aunque eso se debe a la herencia de mi abuela.
Ella me dejó descansar devorando las
“golosinas” que me había preparado mientras el padre Kevin
Mayfair se preparaba para lo que iba a ver. Era un acto insólito
para mí. Jamás había visto un sacerdote en persona. Había
escuchado de ellos, sabía sobre sus ideas y la forma de profesar su
fe, pero no estaba seguro de cómo iba a enfrentar él a un ser como
yo. Supuestamente era hijo de Dios, como todas las criaturas sobre la
Tierra, pero hasta ahora su Dios jamás habló de nuestro pueblo y
nosotros posiblemente habíamos surgido incluso antes que el hombre.
Éramos un vestigio antiguo y él tendría que asumirlo.
—Buenas noches, Oberon—por primera
vez supe que era de noche, pues llevaba días sin saber siquiera un
detalle mínimo de los horarios que estaba cumpliendo casi a raja
tabla. Su voz era suave y amable, su aspecto atractivo y el olor que
desprendía era terriblemente llamativo—. Soy el padre Kevin.
—Brujo—respondí—. No hace falta
que te hagan pruebas genéticas para saber que tienes los genes de un
Taltos. Bajo esa túnica negra y ese alzacuellos almidonado, tras
esos espesos cabellos rojizos y esas pecas salpicando tu nariz, late
el poder de un brujo poderoso. ¿Por qué llevas hábitos? Los
religiosos quemaban a los que eran como tú y como yo.
Guardó respetuoso silencio y tomó
asiento a mi lado en la camilla. Tal vez no sabía qué decir, pero
no hurgué en su mente revuelta. No iba a leer sus pensamientos
porque me parecía ofensivo para un primer encuentro. Él podía
percatarse y provocar que se marchara. Su aroma era mucho más
tentador que el de las brujas que había conocido. Rowan era
atractiva, al igual que mi abuela, aunque ya no eran fértiles.
Michael era codiciado por cualquier mujer, pero sobre todo por mis
hermanas. Sin embargo yo no había conocido a alguien que me llamase
tanto la atención. Me recordaba a alguno de mis hermanos por sus
rasgos finos pero masculinos, esos ojos verdes tan llamativos y su
sonrisa temerosa de mis acusaciones.
—Dios debe perdonarlos igual que a
nosotros. Los pecados de los hombres son perdonados por Dios en su
infinita bondad—dijo.
Apoyé mi cabeza en su hombro izquierdo
y coloqué mi mano derecha sobre su muslo. Era inquietante que un
sacerdote tan joven llevase una túnica como aquella. Las sotanas ya
no eran cotizadas entre los curas más jóvenes. Tendría una edad
aproximada a los treinta años o quizá la sobrepasaba por un par.
Mis dedos apretaron su muslo justo por encima de la rodilla pero él
no se sobresaltó.
—¿Qué deseas de mí?—preguntó.
—Compañía. Detesto a todos
aquí—respondí—. No creo en Dios.
—De eso me he percatado muy pronto,
Oberon.
Giré mi rostro hacia el suyo y no
controlé mis impulsos más primarios. Mis labios saborearon los
suyos y mi lengua invadió su boca como un soldado aliado en la
batalla de Normandía. Él no me detuvo. Sus manos suaves se
colocaron bajo mi mentón sujetándome mientras mi cuerpo se
inclinaba con deseo sobre el suyo. Mis dedos no dudaron en
desabrochar su sotana obligándole a mostrarme su desnudez.
Con pocas acciones, y todas de ellas
precipitadas y fieras, estábamos desnudos en mitad de aquella
habitación. Recliné su cuerpo sobre la camilla, abrí sus piernas y
penetré su entrada quedándome allí encerrado en aquel estrecho
paraíso. Él jadeó entre el dolor y el placer mientras que yo
mordía sus hombros y la cruz de su espalda.
—Consagrarás tu cuerpo a mis
deseos—jadeé cerca de su oreja derecha antes de lamerla y
morderla—. Gozaré de tu compañía siempre que lo desee—dije
moviendo mi cadera hacia atrás provocando cierta fricción de mi
miembro dentro de él—. Tu cuerpo para otros permanecerá sin
tacha, pero frente a mí serás quien calme mis primarios instintos.
A cambio te ofreceré algo más sagrado que el cuerpo y la sangre de
tu Dios muerto—empujé entonces hacia dentro pegando mi pelvis a
sus glúteos redondos, blancos y duros.
Él sólo gemía mi nombre como si
fuese una oración a un dios pagano. Sus manos se aferraron al borde
de la camilla y las mías a sus caderas, pero suavemente acabé
atrapando su miembro con mi diestra. Pellizcaba su glande, masturbaba
con rabia o sosiego, mientras mis movimientos de cadera eran lentos.
Quería que implorara que lo hiciese mío, cosa que logré a los
pocos minutos entre sollozos y gemidos. La pelvis golpeaba con furia
su trasero, su espalda se arqueaba como la de un gato asustado y mi
lengua se paseaba por su columna vertebral hasta las tetillas de sus
orejas. Gemidos, jadeos, murmullos y súplicas indecentes junto a
golpes de mi glande en su próstata. Tan sensible, tan necesitado,
tan virgen y tan mío. Aquella experiencia lo convirtió en la
concubina del hijo de un Santo que había dado la espalda a una
religión absurda, terrible y sangrienta.
Acabó llegando pronto a la cúspide
del placer, tocando el paraíso con sus propios dedos u dejando que
su garganta emitieran un gemido bastante sonoro. Su semilla cayó
sobre las pulcras baldosas del suelo y yo salí de él aún erecto.
De inmediato me buscó deseando saborear mi boca pero yo lo arrodillé
frente a mí, introduje mi gloriosa espada que mataría su fe y
fortaleza en su boca, y le regalé la leche pastosa de los machos
Taltos. Llené su boca de mi sabor e hice que corriera ese río
caliente y blancuzco por su garganta. Sus ojos se cerraron saboreando
cada gota y los míos se quedaron fijos en el suelo.
—¿Aún crees en Dios?—pregunté
agarrándolo de su flequillo revuelto, húmedo y pelirrojo.
—Ah...—fue lo único que dijo
completamente perdido en el sabor que le había ofrecido.
—¿Aún crees en Dios o ya asumiste
que eres un brujo?—dije pasando el pulgar de mi mano izquierda por
sus labios, recogiendo las gotas que se habían escabullido, para
introducirlo en ellos y dejar que lo chupeteara—. ¿Por qué no me
demuestras tu nueva fe lamiendo tu propia semilla? ¿Acaso vas a
permitir que se desperdicie?—comenté dando un par de pasos hacia
atrás.
Kevin se inclinó suavemente sobre
aquel frío suelo y lamió el pequeño charco provocado por su
eyaculación. Después se aproximó hasta mí, se aferró a mis
piernas y guardó silencio. Sus ojos parecían perdidos en miles de
salmos y escritos bíblicos intentando asumir que todo era falso, que
no existía Dios alguno salvo el que estaba a su lado, y, por
supuesto, no dejaba de preguntarse cómo asumir ahora su cargo frente
a cientos de devotos que esperaban sus intensos discursos llenos de
fe.
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