Lestat de Lioncourt
Estaba en mitad de una luminosa iglesia
italiana. La luz caía sobre él como si fuese un oscuro ángel en
busca de la redención. Sus largos cabellos negros caían en ondulas
sobre su camisa blanca. Llevaba la ropa que cualquier abogado,
empresario o hombre de altos vuelos desearía tener en su armario. En
la mano derecha lucía dos hermosos sellos de oro y un anillo con una
piedra granate muy llamativa. Su rostro parecía cincelado en un
mármol delicado aunque tenía una expresión calmada sus ojos color
miel parecían activos, casi desesperados, mientras miraba todo aquel
arte religioso que desbordaba cada rincón del sagrado edificio.
Había regresado a su país de origen,
recorrido florencia como si fuese de nuevo un hombre moribundo,
buscando quizá la redención que tanto había ansiado en el pasado.
Pero finalmente cayó en cuenta que era estúpido. Buscar a Dios para
pedir cuentas no tenía sentido. En él ya no habitaba la fe ni el
fervor de otras épocas. Sin embargo, Armand había desaparecido y se
encontraba desesperado.
Asaltar las altas instituciones para
conseguir las pruebas del milagro de Lestat, así como los restos de
otros vampiros que se habían inmolado, le provocó un profundo
sentimiento de vacío. Por un momento trabajó codo con codo con
quien deseó que fuese su maestro y guía, pero acabó siendo su
enemigo y más tarde el hombre que salvaría de un final terrible
entre aguas congeladas. La conversación que tuvo con él por los
pasillos fue demasiado intensa pese a la brevedad de la misma.
—Pater Noster, qui es in caelis,
sanctificétur nomen Tuum, adveniat Regnum Tuum, fiat volúntas tua,
sicut in caelo et in terra.—murmuró en su lengua natal y luego
chistó—. Dio non esiste ma egli era un angelo.
Aquello que había adorado se convirtió
en polvo desapareciendo en el mundo. Por momentos se sentía anulado
mientras sus recuerdos se fragmentaban. Jamás le dijo lo que sentía.
Sólo procuró mantenerlo con vida aunque lo torturó terriblemente
para que guardara respeto y distancia. Sabía que había cometido
demasiados crímenes y debía pagarlos, pero aquello era demasiado.
Armand había desaparecido.
—Giovani, posso aiutarti?—preguntó
el sacerdote acercándose a él. Era un hombre viejo que caminaba
ligeramente encorvado. Pensó de inmediato en cómo hubiese sido él
de haber permanecido siendo un humano más, pero recordó que
posiblemente la peste y el hambre lo habrían matado joven.
Las velas iluminaban todo con una
belleza descomunal. Cuando miraba las esculturas y frescos deseaba
llorar. Las vidrieras no lucían en aquella terrible oscuridad, pero
eso a él no le importaba. Aquel lugar le infundía respeto aunque ya
no creyera en las palabras escritas en la Biblia que yacía en el
púlpito.
—Che ora è?—dijo girándose con
una ligera sonrisa.
—Quasi mezzanotte. Come sei arrivato
in chiesa? È tardi—preguntó quedando a pocos pasos de Santino.
—Signore, mi dispiace, me ne vado
subito.
Cuando habló sonrió de tal forma que
el sacerdote no pudo reprimir una sonrisa de regreso. El hombre quedó
en mitad de la iglesia observando los pensativos pasos del vampiro.
La chaqueta la llevaba colgada de un hombro, como si fuera una capa,
y sus mocasines hacían un ruido agradable que se convertía
rápidamente en eco.
Al salir de la iglesia su teléfono
móvil comenzó a sonar. Llevaba algún tiempo con un modelo simple y
ligero. Odiaba la tecnología porque le hacía sentirse ridículo.
Los vampiros no necesitaban esos molestos aparatos, pero era útil
para comunicarse con sus abogados y con algunas de sus empresas.
Abrió la tapa y contestó sin siquiera percatarse que ese número no
estaba en su agenda.
—Santino, chi é?—preguntó.
—Marius. Reúnete conmigo—dijo—.
Dentro de tres semanas te espero en mi casa. Sabes donde es porque te
han visto merodear.
—¿Haremos las paces?—contestó con
una risa burlona—. No pienso ir a casa del lobo como un estúpido
borrego.
—Armand está vivo—respondió—.
David Talbot ha venido a verme con sus memorias. Pronto las
publicará. Ven a verme, él está aquí y desea conversar contigo.
Su corazón latió rápido como los
pequeños corazones de sus amados roedores. Cerró los ojos un
instante y sonrió satisfecho. Al parecer existían los milagros
aunque Dios estuviese muerto y enterrado en las profundas aguas
nocturnas que eran sus viejas creencias.
—Iré. Iré—dijo escuchando como
colgaban al otro lado de la línea.
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