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Lestat de Lioncourt
Mi vida había sido un auténtico
tormento lleno de búsquedas infructuosas. La tortura a la cual me
habían sometido era insoportable para cualquiera, pero
afortunadamente pude mantenerme en pie gracias a mis viejos
recuerdos. Los mismos que aún hoy son parte de mi día a día para
sostener las pesadas cargas que el destino, junto a algunas de mis
decisiones, han logrado que lleve sobre mis frágiles hombros.
Estoy cansada de escuchar que las
mujeres no son dignas de admiración. Durante cientos de años tuve
que soportar que me señalaran como el peor de los ejemplos e
intentaran incluso quemarme en la hoguera. Mi fortaleza era impropia
de una mujer, al igual que mis decisiones y pensamientos. Pero una
mujer es fuerte porque logra llevar en su vientre un fruto tan
prodigioso que cambiará el mundo, aunque sólo sea una pequeña
parte de este, y ella lo sabe. Una madre sabe que logrará alzarse
sobre cualquier penuria con tal de alzar a su hijo hacia la luz en la
oscuridad. Yo lo sé porque fui madre y me siento madre de todos los
descendientes que tuvo mi pequeña. Una mujer es fuerte porque es el
pilar fundamental de una familia junto a su compañero. Las mujeres
somos sabias porque sabemos tomar decisiones correctas para evitar
conflictos, pero también podemos ser torpes y crear guerras
innecesarias. Somos tan capaces como viles igual que los hombres.
En la actualidad todo ha cambiado y
esas pesadas piedras se han vuelto livianas, aunque puede que las
tirara por el camino a modo de recuerdo para quien quisiera seguirme.
Son tropiezos que he logrado superar, heridas que he cerrado y que
ahora pertenecen a mi alma como pequeños besos que me ofrece mi
memoria.
Sin embargo, durante mucho tiempo me
sentí perdida. Tal vez porque mi hermana lo estaba. No sabía si era
ella quien se había extraviado o era yo la que permanecía caminando
del lado contrario, con la brújula rota y el mapa confundido. Busqué
ayuda en diversos hombres de buen corazón, fuertes y firmes en mitad
de la guerra. Pero nadie pudo ocupar el lugar del primer hombre que
me sostuvo entre sus brazos, me pegó contra su torso y me dijo que
jamás dejaría que estuviese sola. Realmente nunca lo estuve del
todo. Él me seguía los pasos observándome desde lejos con el
corazón dividido.
Khayman era un soldado y sólo sabía
de guerra. La guerra continuó durante cientos de años mientras
muchos creían que Akasha era una diosa, la fuente de la verdad y la
bondad como son las madres, y nosotros unos hijos descuidados y
hambrientos de un poder que no merecíamos. Él libró grandes
batallas, decapitó a iguales y bebió la sangre de sus corazones.
Corrió por las estepas, las dunas y los bosques tropicales. Aulló
de dolor cuando le atravesaban con la espada y se rió como una hiena
cuando lograba decapitar a otros vampiros más jóvenes. Al terminar
la guerra con la reina muerta a nuestros pies él me abrazó como
aquella noche en la cual supo que era padre, me repitió la promesa y
me dijo que me amaba por encima de su inmortalidad.
Ella había regresado y él también.
Mi hermana había vuelto a mi lado logrando derrotar al mayor
monstruo que el mundo había conocido. La Bella Durmiente salió de
su sueño para ser decapitada frente a todas las cartas de la baraja
que ella misma había creado. Pero todos estábamos destruidos de
algún modo aunque empezamos a alzarnos piedra sobre piedra. Fuimos
víctimas de las circunstancias y de las malas decisiones que
formaron una siniestra red que nos atrapó hasta rompernos las alas.
Sin embargo, logramos ser felices de algún modo y la paz llegó a mi
alma.
Mekare siempre estaba en silencio
incluso en sus pasos rápidos por el jardín. El silencio envolvía
incluso sus ojos. Estaba vacía según decía Fareed y sólo la
sangre la despertaba para que se alimentara de los pequeños animales
y humanos incautos que recorrían la selva, casi virgen, donde
vivíamos. Khayman estuvo a mi lado combatiendo mi dolor hasta que la
locura acabó con cualquier pensamiento cuerdo, destruyendo al hombre
firme y pacífico y convirtiéndolo en un ser deshonrado que
regresaba con las manos manchadas de sangre y el rostro cubierto de
lágrimas. ¿Y de mí? ¿Qué hay de mí? Me sentaba frente a mi
telar intentando pensar que podía con todo aquello, que lograría
encontrar una solución factible y salvaría al mundo una vez más.
Aunque no sé si lo salvé alguna vez o sólo retrasé su
destrucción.
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