Ella aparecía ante mí. Me recordaba
todos mis fracasos y errores. Observaba con sus inmensos ojos azules
mi dolor regodeándose, mostrando una hermosa sonrisa en su carnosa
boca y moviendo sus pequeños pies mientras permanecía sentada en
una de las sillas, de esas tan incómodas de hospital. Admito que me
sentía terriblemente hundido en el miedo y la tragedia. Odiaba que
Louis hubiese tenido razón, pero aún más odiaba haber enfermado
hasta ese punto. Aún así volví a sentir la nieve como cuando era
un muchacho terco y desobediente.
—Puedo escucharlos...—dije con la
vista nublada y delirante.
Escuchaba las patas de mi yegua pisando
con sus cascos la nieve, haciéndose paso entre la manada, entretanto
estos enfurecidos ofrecían dentelladas al pobre animal. Tan noble,
tan elegante, tan mío... Odié ver como mis perros también caían
muertos, pero dejaban tan heridos a los lobos que yo podía matarlos.
Sólo dos de ellos, lobos de pelaje mezclado con la propia noche,
seguían en pie defendiendo su vida como yo defendía la mía.
Muchas veces había ido a cazar para
comer. Conseguía conejos, algún ciervo y, las veces que tenía
suerte, jabalí. Podíamos comer sin necesidad de sufrir hambre
debido al escaso dinero que se hallaba en las arcas de la familia. Yo
era el benefactor, por eso los campesinos vinieron a mí. No había
joven en el pueblo con mejor tiro y, además, era el hijo del noble.
Tenía que cuidar de las tierras.
—No quiero morir...—susurré.
Entonces en ese sueño lleno de la
belleza clásica de una lucha hercúlea vi, como si fuese una
aparición divina, a Mojo. Él se acercaba valiente, enérgico y
hermoso a darme calor en mitad de ese suelo nevado. Era imposible que
él hubiese aparecido en aquellos días, por eso supe que soñaba y
no había regresado al pasado. Pues, os aseguro, te lo llegué a
temer. No hay nada imposible en esta vida, al menos no para mí, tras
haber vivido tantas aventuras. De un momento a otro me vi en la
ciudad, en aquella fría e inhóspita acera, mientras la luz de la
farola incidía sobre mi nuevo cuerpo.
Al abrir bien los ojos la vi a ella
sentada en una de las sillas, pero al otro lado estaba aquella mujer.
Una mujer hermosa, fresca, radiante, de buena voluntad y dedicada a
Dios por entero. Mi mirada cansada se perdió en aquella dulzura y
bondad, mi cuerpo se relajó y me sentí bendecido. Estiré mi mano
derecha hacia ella, la cual rápidamente se movió para apretarla.
—Descanse—dijo—. Dios no quiere
que usted muera, se lo aseguro.
Lestat de Lioncourt
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