Me pidió que no cediera y jamás lo he hecho.
Lestat de Lioncourt
Nunca he tenido una dirección a la
cual enviar una carta, un hogar en el que dejar que mis huesos se
sientan aliviados y mi mente se sosiegue. Posiblemente tengo
demasiadas preguntas revoloteando por mi mente y soy incapaz de jugar
al tiro al blanco con ellas. Vivo como un animal trashumante desde el
mismo día de mi nacimiento en las sombras, y creo que eso ni es
delito ni es algo que realmente afecte a la mayoría. Sólo me afecta
a mí y puede que a mi hijo.
Muchos creen que la maternidad consiste
en tan sólo traer hijos al mundo, otros que debes estar ahí incluso
cuando no necesitan tus consejos y hay quienes desean hacer fuertes a
sus hijos. Si dejé alguna vez sin protección a mi hijo, si permití
que le ocurrieran tragedias, era porque sabía que saldría
victorioso de ellas. Siempre supe que era el más fuerte y capaz de
sus hermanos, pero de nada serviría si siempre lo tenía bajo las
faldas. Era el único interesado por los poemas que leía, por los
viajes que hice siendo una niña y por las obras de teatro que
disfruté. Tenía un corazón indómito, como el de un animalillo
salvaje, que se apreciaba cuando cabalgaba o corría entre los
retorcidos troncos de los árboles. Era diferente y eso marcó la
diferencia con sus hermanos. Ellos no comprendieron la oportunidad
que les daba al alejarme de sus miserias, deseos y añoranzas.
Ahora sé que me tomó de ejemplo en
los últimos años. Decidió recorrer el mundo buscando su lugar.
Quería cubrir todas las preguntas con respuestas o enterrándolas en
pantanos profundos, en desiertos fríos durante la noche, en lugares
recónditos en la selva, en pantanos iluminados por luciérnagas y
acompañado por el sonido de la naturaleza, en bosques frondosos y en
otros quemados. Recorrió Europa, Asia y América. Vivió sus
aventuras, las cuales ni siquiera cita en su última confesión.
Fruto de todo ello hizo que fuese el
héroe de una niña que casi muere ahogada en un desastre natural.
Ahogada, sepultada y olvidada. Una niña que adoptó y dejó en manos
de dos mujeres para que le dieran la educación más libre, igual y
beneficiosa que pudiesen. Visitaba a la pequeña cada pocos meses y
ese era el único lugar donde podía hablar de amor, pasión,
esfuerzo, gloria y sueños. Por otro lado reconstruyó la cárcel
donde claramente estuve a punto de morir, igual que un ave enjaulada,
porque hay recuerdos hermosos entre sus paredes para él. Para mí
sólo miseria. Aunque reconozco que a veces extraño sus largos dedos
trenzando mi cabello, su risa jovial ante mis ocurrencias y el aroma
agreste de sus camisas al abrazarlo tras una cacería.
Si decidí aparecer aquel día en Roma,
abofeteándolo con fuerza y exigiéndole que hiciera algo, fue porque
sabía que era el único capaz de detener toda esa oleada de
destrucción. No temía por los demás, porque la mayoría no me
importa. Sin embargo, había escuchado los rumores y tenía un hijo,
la joven que adoptó y él mismo. Había perdido una familia, un
legado más allá de la genética, y no estaba dispuesta a que
sucediera igual. Además, estaba el hecho que ocasionalmente regreso
a una pequeña tribu de mujeres vampiro. Me encuentro entre iguales
cuando estoy al lado de la fuerte y sofisticada Sevraine, que es
nuestra líder y adalid de lo intrínsecamente femenino.
Me convertí en una especie de Juana de
Arco, en una de esas mujeres dispuestas a morir en mitad de la
guerra, con tal que mi “Dios”, mi hijo, demostrase que la unión
hace la fuerza y la verdad debe surgir a la luz, aunque sea en mitad
de una terrible noche. Me movió mi instinto de madre... ese que
muchos dicen que no tengo.
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