Benji tuvo una idea demasiado loca, pero perfecta.
Lestat de Lioncourt
Desde que era un niño perdido en mitad
de la ciudad, aquejado de grandes preguntas y sintiendo la presión
de un monstruo vigilando mis pasos, he amado la radio. Por la noche
era lo único que tenía para informarme de lo ocurrido en las
grandes ciudades, tan urbanitas y tan insolidarias, cuando me
recostaba junto a la llorosa Sybelle. Ella era lo único bueno que
había en mi vida, en mi historia, y sabía que si un día faltaba,
como si yo pudiese ser un gran guardián o un héroe, ella terminaría
por marchitarse.
Aquel ángel caminaba por el infierno
más terrible cada noche. Podía ver en sus ojos el dolor y la
tragedia. Sus largos y finos dedos, de perfecta escultura de iglesia,
tocaban con mimo el piano. Ni siquiera necesitaba partituras porque
conocía perfectamente cada melodía. Su hermano la interrumpía. Él
era nuestro ogro, el hombre que me arrancó por unas monedas del lado
de mi madre, y la golpeaba justo después de exigirme el tributo. Me
tenía explotado en las calles como pequeño ladronzuelo que en
ocasiones conseguía su asquerosa droga.
Por eso no dudé ni un momento en
encerrarme en aquella pequeña habitación, con ese ordenador
minúsculo, cuando Armand me aseguró que podría tener mi radio.
Hacía años que conocía al vampiro y que yo mismo lo era. Tenía la
determinación de canalizar las historias que nadie contaba, esas que
iban más allá de las peleas de pandilleros y las diversas
representaciones teatrales, actos culturales o problemas políticos.
Deseaba conocer otras historias, más o menos trágicas, que lograran
hacer pensar a los demás que no estábamos solos, que nos
encontrábamos conectados y que no debíamos estar desunidos. Todos
éramos parte de una misma historia que se enlazaba con un hilo
indestructible.
Tal vez por eso no me sobresalté
demasiado cuando las llamaradas alcanzaron el techo de una de las más
famosas discotecas de Brasil. Decían siempre que iban allí a buscar
alguna víctima, a disfrutar del momento como si no hubiese más días
en la eternidad. Había leído ya otra vez sobre ello. Un vampiro
fuerte y lleno de rabia expuso a Padre y Madre, Enkil y Akasha, al
sol provocando que la mayoría de vampiros ardieran. Después, tras
miles de años, ocurrió algo parecido cuando ella recobró el ímpetu
y despertó de su largo sueño. Cientos de vampiros ardieron en mitad
del concierto de Lestat. Por eso, cuando empezaron esas quemas supe
que había sido uno de los nuestros. Con voz afectada, pero seguro de
mí mismo, hablé a todos. Pedí respeto por las víctimas y exigí
que alguien me diese datos fiables. Ahora todos llevan cámaras en
sus manos, pues los teléfonos móviles incorporan unas bastante
buenas, lo cual logró un aluvión de imágenes. Sin embargo, no fue
sólo Brasil sino cientos de países en todo el mundo se veían
afectados. No importaba el continente. Ahí empecé a asustarme. No
era un vampiro descontrolado, sino muchos. Era imposible que hubiese
dos quemas la misma noche, casi a la misma hora, en dos puntos
distintos del mundo.
La radio, que siempre fue para mí un
medio para alejarme del dolor se convirtió, por arte de magia en un
abrir y cerrar de ojos, en un canal de noticias miserables, en
exigencias hacia los enloquecidos y llamadas desesperadas rogando que
Lestat, así como otros formidables vampiros, nos diesen una solución
a los más jóvenes. Estaban destruyendo la población más débil,
mi población.
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