Bianca, ¿no la aman? Algunos lo odian.
Lestat de Lioncourt
He aprendido cosas terribles sobre esta
vida miserable. Ha sido poco a poco. Sin embargo, parece que fue ayer
cuando me hallaba en aquel palacio veneciano, rodeada de hombres que
me devoraban con la mirada y creían que era demasiado fácil
conquistarme. Qué equivocados estaban. Era dueña de mi corazón y
orgullo. Muy pocos podían tener el placer de conocerme en mis
alcobas, pero él hizo que no fuese dueña de mí misma. Me convertí
en una estúpida mujer enamorada. De hecho, me enamoré de él y su
discípulo más amado. Qué ironía.
Temblaba como una hoja cuando él
aparecía. Era imponente. Medía algo más que un simple metro
noventa. Tenía unos rasgos hermosos y muy simétricos. Se apodaba
“Marius Romanus”. Su apellido real era un misterio, como el
origen de su fortuna. No obstante era un excelente pintor, orador y
mecenas. He visto como desembolsaba grandes cantidades de dinero
sobre una mesa, monedas resplandecientes de oro y plata, para que un
chiquillo aceptase estudiar junto a él. En pocos meses lo convertía
en un excelente pintor y un apasionado filósofo, conocedor de leyes
y absurdos protocolos.
Solía invitarlo a conversar en salones
privados, lejos del bullicio habitual de mis fiestas, para que me
hablase de la vanguardia en el arte. Deseaba saberlo todo. Amaba la
pintura, la escultura y la música. Él me seducía hablándome en
susurros, muy cerca de mi cuello, mientras me sostenía
desvergonzadamente por la cintura. Su aroma me enloquecía, igual que
parecía que el mío seducía a ese hermoso espécimen de artista.
Sabía de sus juegos con sus
discípulos, del amor que profesaba a su joven Amadeo, pero también
me hablaba de su corazón roto por una tal Pandora. Por mi parte, él
sabía que no había logrado darle mi corazón por entero a ningún
hombre, que mi cuerpo era tributo a la libertad y mi alma era veneno
para el enamoradizo. No obstante, también supo lo rápido que caí
cuando me besó aquella noche. Sus labios eran duros y fríos, como
los de una estatua de mármol perfecta, y la mía demasiado carnosa y
caliente. Fue una mezcla explosiva. Incluso me dejé abrir las
piernas para que palpara más allá de mis ingles. Me volví una
descarada en cada encuentro. No me arrepiento incluso tras su
traición.
Supe que era un inmortal después de
sufrir una emboscada que le costó parte de su belleza, su palacio,
sus alumnos y su Amadeo. No me importó. Me quedé a cuidarlo y
soportar sus lamentos, así como la ira que sentía al saber que sus
muchachos habían muerto. Pero me usó para poder hallar a la vampiro
que creó, aquella Pandora.
Por eso mismo, herida de muerte en mi
orgullo, me fui. Decidí que estaba mejor sola que acompañada.
Recorrí toda Europa, Asia y también América. Me dejé llevar por
los ritmos de distintas canciones y pintores, así como por las
novelas más románticas y las más detestables. Hace algo más de un
siglo que regresé a Italia. Pude notar a otros inmortales tan
antiguos como yo, pero la mayoría eran jóvenes atrevidos. Allí
perdí conocí a mi gran amor, un joven artista, que introduje en la
Sangre para verlo morir en pocos años. Me trasladé a París,
intentando olvidar, y la tragedia me persiguió.
Quise avanzar en mi vida, pero sólo
logré hundirme. Fue terrible. Ahora intento remendar las heridas,
lograr que mi camino no se trunque de nuevo, por él y por mí. Mi
vida no puede detenerse. Por eso acudí a la reunión de aquella
noche y luché por mi vida.
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