Remordimientos, ¿eh? Puede. Armand quizá no contó todo lo que ocurrió con Nicolas, pero aún así admito que su apoyo en estos tiempos ha sido maravilloso.
Lestat de Lioncourt
Desconocía porqué cedí a la idea de
abrir las puertas de mi hogar, del lugar donde me refugiaba, a viejos
recuerdos y desconocidos. Había acumulado una fortuna inmensa tras
la venta de gran parte de mi vieja isla cargada de casinos, centros
comerciales, parque de atracciones y lujosos hoteles. Tan sólo me
quedé con un par de edificios, tal vez por añoranza o quizá porque
sabía que en algún momento podría regresar para ocultarme allí, y
busqué nuevo emplazamiento en Nueva York. Allí tenía numerosas
empresas, acciones en bolsa e inversiones bastante aceptables en
negocios locales de alto prestigio dedicados al espectáculo. No
necesitaba más. No precisaba tener que conocer a nuevos inmortales y
revivir con ellos los desagradables sucesos junto a Akasha. No
obstante, lo hice.
Benjamín no dejaba de hablar en la
radio contactando con numerosos jóvenes de todo el mundo. La mayoría
moría a las pocas horas, eran heridos o se trataban de
supervivientes a quemas de grotescas proporciones. Muchos quedaban
atónitos o boquiabiertos por el buen manejo de mi muchacho en las
redes sociales, donde adquiría información de primera mano, y
también por su exitoso programa. Una radio que era tomada por los
mortales como si del nuevo Orson Welles se tratase.
Recuerdo que leía a George Orwell, en
su fantástica novela “Rebelión en la Granja”, cuando se acercó
a mí, me quitó el libro de las manos y lo lanzó contra una de las
múltiples estanterías de mi biblioteca francesa. Me miró airado,
completamente fuera de sí, y me advirtió que había que hacer algo.
—¡Cómo puedes leer tan tranquilo en
un momento como este! ¡Están matando a miles!—gritó furioso.
Su pequeña carita estaba algo oculta
por el sombrero que llevaba. Parecía un hombre adulto, pero de baja
estatura. A decir verdad, casi rebasaba la mía. Apoyó sus manos
sobre los brazos de mi sofá y dejó la hoguera tras su espalda.
Parecía un ángel venido del infierno para ajustar cuentas con un
querubín cualquiera. Frunció el ceño, arrugó la nariz, y le
escuché maldecir bajo.
—A nadie que yo conozca o me
interese—respondí apoyando el codo derecho en el reposabrazos y
dejé el dorso de la mano bajo el mentón.
—¡Son jóvenes como yo! ¿Acaso no
lo ves? ¡Nos están aniquilando!
Parecía un hombre de negocios
disgustado por el descenso o descrédito de su empresa. Uno de esos
que se ahogan y piden ayuda a otra empresa, alguna similar en el
sector, para que le salve a costa de cualquier cosa. Ya sólo faltaba
que se arrodillara frente a mí y me implorara de rodillas ayuda. Yo
sólo lo miré impasible intentando no recordar el fuego
destruyéndolo todo a mi alrededor, los gritos de los humanos, el
olor a carne quemada, Daniel absolutamente absorto ante la muerte tan
horrible de los demás, la forma en la cual apareció Santino para
abrazarme mucho antes que Marius, el desprecio de Pandora y la
curiosidad agreste de Mael. Recordé como Akasha se envalentonó
hacia nosotros, para destruirnos por no querer participar en la
locura, y la forma en la cual Marius le habló para hacer entender
sus errores. Furia, destrucción, caos y Khayman exigiendo su cabeza
cuando apreció que no lograrían evitar un desenlace tan fatídico.
—Como si fuese la primera vez...
—susurré.
—¡Da igual! ¡Si es la primera vez o
no! ¡Nos están matando! ¡Haz algo!—seguía gritando, pero ya
lejos de mí e intentando abrazarse así mismo para sosegarse.
—Hazlo tú—se giró para mirarme
sorprendido por mi respuesta—. Tú eres quien desea evitar sus
muertes, ¿no es así?—dije incorporándome del sofá para quedar
frente a frente—. Te ofrezco los medios, pues de hecho todo lo que
has montado ha sido sufragado con mi dinero, y también este lugar.
Puedes reunir aquí a quien te de la gana.
Benji consiguió un canal de radio
gracias a mi dinero. Fue un regalo. Decidí que debía fomentar esa
ilusión que tenía por comunicarse y comprender. Era una forma menos
agresiva y desmedida que las acciones de Lestat. No tuve que pensarlo
mucho. Sin embargo, al montarla en Internet adquirió más fama y
logró incorporar anuncios en su página, los cuales le dieron cierto
dinero y este lo invirtió en una sombrerería, algunas tiendas de
moda, restaurantes y bares.
—¿De verdad?—dijo sorprendido.
—¿Acaso no dices que David Talbot ha
hablado en la radio enviando un mensaje?—pregunté recordando lo
animado que estaba hacía tan sólo unas horas. No entendió el
mensaje, pero yo pude comprender algo. Sabía que era una clave
secreta para reunirse con alguien aunque no sabía si era Jesse
Reeves, Lestat o alguien de Talamasca que pudiese ayudarnos. Merrick
estaba muerta, pero no debía ser la única con grandes conocimientos
esotéricos.
—Sí, justo ayer—asintió aún
asombrado por mi comentario.
—Haz lo mismo. Lanza un mensaje—dije
encogiéndome de hombros.
—¿Encontrarías tú a inmortales que
no escuchen mi radio y sean importantes?—dijo como si no fuese
suficiente que aceptara que viniesen hordas de imbéciles a mis
puertas, tocaran mis cosas y se hiciesen con mi ciudad. Nueva York
era ya mi ciudad, mi hogar, mi territorio...—. Sé que aún tienes
cierto contacto con Daniel.
Daniel Molloy era mi gran amor, o al
menos así quise creerlo. A veces niego que he amado, pero lo he
hecho. He amado, como todo el mundo. He sentido caprichos, celos y
necesidades. ¿Pero entender el amor? No. Quería ser amado,
apreciado, codiciado, deseado y escuchado. Deseaba hacerlo
igualmente, pero me costaba trabajo. Finalmente me di cuenta que él
no era feliz a mi lado, que sólo lo destrozaba y que su locura podía
no tener cura. Me enseñaron a destruir a cualquier inmortal que
perdiese el juicio y el control de sus poderes, así como el control
de su vida. Por eso, para evitar hacer tal atrocidad, lo envié con
Marius como última solución. Lo último que escuché de él, por
sus propios labios, fue una llamada hacía meses. Me aseguraba que
estaba muy bien, me agradecía el haberlo enviado con mi viejo
maestro y me comentaba que estaba disfrutando de Brasil. Fue quizás
entonces cuando sentí un poderoso escalofrío. Había quemas en
Brasil. Mi pulso se aceleró. No quería que le pasara nada a ese par
de imbécil que, de algún modo, aún quería y necesitaba.
—Daniel escucha tu puñetera
emisora—contesté para no delatarme.
—Pero quizá no pueda convencer a
Marius si no lo avisas tú.
—Oh, demonios—dije poniendo los
ojos en blanco.
Marius había venido hacía tan sólo
unas semanas para ofrecerme un busto nuevo. Había encontrado una
forma nueva de tallar y parecía ensimismado. También me comentaba
que a veces, en algunas ocasiones nada más, se metía en viejos
edificios para usar spray y pinceles. Era una especie de vándalo que
actuaba como los grafiteros neoyorquinos dando rienda suelta a la
adrenalina de lo prohibido.
—Armand, hazlo por mí. ¿Acaso no lo
ves? ¡Sólo te pido ayuda!
Me pedía un milagro.
—No, me pides ayuda para
otros—sentencié con la voz algo más gruesa, como si le desafiara
a negármelo—. No me pides ayuda para ti. A mí los otros me dan
igual—dije—. No eres tú, no es Sybelle y no es tampoco...
Sybelle apareció algo jadeosa. Estaba
descalza, con los tacones en la mano, sus ojos parecían brillar como
los de un ave rapaz. No sabía qué sucedía, pero me tomó del brazo
derecho y me hizo caminar. Fuimos a la planta baja, junto a Louis que
miraba intrigado por la ventana, y entonces lo vi. Había un
violinista frente al edificio.
—Nicolas...—dije súbitamente
sintiendo que el demonio mismo me jugaba una mala pasada. Me
temblaron las piernas y la cabeza me daba vueltas.
—Oh, no—negó suavemente Louis—.
Creo recordar que se llama Antoine—aseguró girando medio cuerpo
hacia mí—. Es el músico francés que Lestat convirtió en Nueva
Orleans. El mismo que yo creí haber destruido.
—Armand, hazle entrar—dijo aferrada
a mi brazo. Sus ojos eran dos lagos convertidos en mares revueltos.
Estaba ojerosa, algo llorosa y parecía
enloquecida. Era como si no hubiese descansado bien en semanas. Tal
vez así era. Todos habíamos tenido pesadillas de algún modo debido
a las quemas, todos nos encontrábamos alterados. A mí no se me
notaba, pero a ella... Era tan bonita, tan dulce, tan bondadosa, tan
necesitada de protección... Y a la vez tan fuerte, tan digna, tan
resuelta a calmar el dolor ajeno... Me recordaba a una madre. Las
madres son fuertes, aunque parezcan delicadas por la belleza que
emanan. Toda mujer es una fiera indomable, pero las madres tienen un
espíritu salvaje nacido del deseo de proteger, amar y alimentar a
sus hijos. Ella protegía, amaba y alimentaba a su público con las
interpretaciones a piano en la radio. Sabía que muchos oían su
melodía antes de morir, como si fuese un ángel, y otros después de
la tragedia sintiendo cierto confort.
—Sí, lo haré. No lo dudes,
Sybelle—susurré tomándola del rostro.
—¿Qué? ¿Por qué tan rápido
aceptas ayudar a ese músico?—farfulló mi adorado muchacho como si
hubiese tenido celos.
—Tal vez por remordimientos—murmuró
mi viejo amigo, el cual no podía apartar sus ojos de aquel inmortal.
—¡No son remordimientos, Louis!—dije
furibundo—. ¡Si atiendo a lo que me pide Benji también tengo que
hacerlo con ella! ¡Soy ecuánime!
—¡Ja!—respondió antes de echarse
a reír. Sabía que no era así. Sabía que eran remordimientos, como
él también sentía por haberlo intentado destruir.
—¡Rápido, mi abrigo! ¡Benji, busca
mi abrigo!
Esa noche Benji lanzó mensajes nuevos,
con mayor énfasis en la unión y en reunirnos de algún modo. Exigió
a los más jóvenes que no se acercaran a las ciudades más pobladas,
sino que fueran al campo y no estuvieran demasiado juntos en un
lugar. Si bien, a los más antiguos empezó a telefonearlos. Fue
entonces cuando empezamos a desvelar secretos... el hijo biológico
de Lestat, milenarios tan antiguos como Maharet que no habían alzado
la voz, el germen sagrado...
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