Lestat de Lioncourt
—Han pasado demasiados años.
Mi voz tembló como una hoja. Sentía
que apenas podía contener el llanto. Pero era un llanto lleno de
felicidad. Al fin podía ver nuevamente el rostro de un viejo amigo.
Un rostro amable, lleno de bondad y con una energía intensa. Nos
conocimos en el siglo XVI, sin embargo logró seguir en este mundo
sin necesidad de un vínculo de sangre.
—Siglos—dijo de pie en la puerta,
donde aún me recargaba asombrado por su visita.
—Sigues siendo el mismo—murmuré.
No hubo gotas ardientes de sangre
milenaria o centenaria en sus labios, ni la vida noctámbula que todo
vampiro debe llevar. El eco del pasado en el presente, eso era. Un
fantasma. Un ser sin cuerpo, pero con una belleza humana y una
apariencia demasiado real. Había conseguido emular la vida siendo
parte del gran misterio de la muerte. No podía detener la felicidad
que sentía.
—Intento—hizo un gesto con la mano,
preguntando si podía pasar, pero yo seguía demasiado aturdido.
—Es asombroso...
Nos habíamos visto ya, en Nueva York,
pero apenas unos segundos. No pude hablar con él como merecíamos
ambos. ¡Había tantas cosas que contarnos! Era increíble que
estuviera allí, que pudiese abrazarlo y acariciar su rostro.
—Me adulas—se carcajeó.
—Jamás quise creer que los espíritus
podían ser...
Quedé rontudamente maravillado ante la
expresividad de su rostro. Las escasas líneas de expresión se
marcaban en sus ojos, boca y también nariz. Era como ver un rostro
de carne, piel y huesos. Hice que pasara a mi vivienda, moviéndonos
por el hall de entrada que comunicaba a la biblioteca, una pequeña
estancia para ver televisión y escuchar la radio, y un bonito
comedor que usaba habitualmente para reuniones inesperadas.
—Comprendo.
—Pero, por favor, siéntate—dije
haciéndolo entrar en la biblioteca de mi lujosa vivienda. Las
paredes estaban repletas de libros y había algunas vidrieras que yo
mismo había elegido construir, con un diseño propio, así como un
suelo de mármol perfecto que estaba siendo cubierto por algunas
alfombras persas—. Qué clase de amigo soy si no te invito a pasar
a mi refugio, sentarte cerca de la chimenea y conversar.
—Gracias, pues los fantasmas sentimos
frío, al igual que si estuviéramos vivos—comentó sentándose en
el sillón más próximo a la chimenea, uno opuesto al que yo solía
ocupar.
Habíamos regresado a Brasil, pero
momentáneamente nos encontrábamos en Noruega porque deseaba retomar
algunas posesiones. No sabía si las vendería, pero de momento
quería volver a verlas antes de regresar por completo a aquellas
tierras que tan buen provecho para la salud de Daniel supuso.
—Dime, ¿qué te trae por
aquí?—pregunté.
—¡Visitarte!—exclamó jocoso—.
Casi no pude apreciar tu compañía en esos días tan...
—Horribles—dije al notar que no
encontraba palabra apropiada para ese desastre.
—Sí, horribles.
—Siempre te amé—confesé—.
Siempre—hice un inciso al comprobar que sus mejillas ardieron—.
Siento un profundo amor hacia nuestra amistad, pero también un
respeto terrible hacia tu labor—decía aquello de todo corazón.
Era un hombre sabio, bondadoso y paciente. Siempre nos habíamos
carteado hasta que un día sus palabras dejaron de venir en forma de
pequeña misiva. Fue entonces cuando supuse que había muerto, tal
vez por una enfermedad o ejerciendo su labor, así que lloré
amargamente su partida y a la vez supuse que habría sido una
liberación porque al fin conocería, comprendería y experimentaría
el trato con la muerte y lo que hay tras ella—. Eras un hombre
sabio, bondadoso y paciente. También un temerario.
—Sí, fui uno de los primeros que
decidió acercarse a ti—susurró en complicidad—. Habías creado
a Pandora y ella impulsó de algún modo nuestra orden de sabios.
—Esa mujer es incorregible, pero
realmente inspira a ser mejor—aseguré.
—Déjame ver tus obras, por favor.
Quiero llorar ante la belleza que ofrecen. Amigo mío, necesito
volver a contemplar tus milagros.
Mis milagros estaban en la parte
superior del edificio. Había toda una sala llena de pinturas y
frescos, los cuales cubrían las paredes y techos. Allí lo llevé
para que lo contemplara a mi lado. Ambos empezamos a cantar viejas
canciones que creíamos olvidadas. Eran canciones y poemas de la
época en la cual nos conocimos y entablamos una amistad que ha
prevalecido ante el supuesto final de sus gloriosos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario