Rhosh y Benedict... son extraños, pero creo que se complementan bien.
Lestat de Lioncourt
—El mundo siempre seguirá su curso
de destrucción. De eso estoy seguro. No importa cuántos años
pasen. Deja de llorar por ese motivo. Nadie merece tus lágrimas—decía
observando como crepitaba la leña en la hoguera.
La familia de guardeses que se hallaban
en las inmediaciones habían logrado al fin cierta paz. Su hija,
discapacitada desde su concepción, había muerto hacía meses y
ahora el luto parecía ser menos turbio y doloroso. Habían aceptado
el hecho que esa criatura no estaba predestinada a vivir mucho
tiempo. Yo había costeado costosos tratamientos para mejorar su vida
y prolongarla, pero fue inevitable. Él los había visto y se
compungió al saber cómo habían sido los hechos.
La joven murió por una negligencia
médica, la cual ya ha sido “subsanada” por la justicia. Aún
así, los dos se veían imposibilitados para mantenerse en pie. Por
mi parte les ofrecí quedarse aunque no cumplieran su función. De
todos modos jamás exigí que trabajaran. Siempre les dejé vivir a
sus anchas y les hacía creer que eran imprescindibles.
—¿Ni siquiera tú?—preguntó con
los ojos embarrados en lágrimas sanguinolentas.
—Benedict, no seas sentimental—dije
algo frustrado.
Movía la pieza de ajedrez deseando que
él hiciese un nuevo movimiento. Él sólo jugaba para entretenerme y
contentarme, pues sabía que lo que más deseaba en esos momentos no
lo tendría. Reconozco que a veces soy algo atroz y miserable,
incluso frío. Tal vez lo hago porque no quiero que nadie vea lo
débil que soy cuando él me contempla y sonríe.
—Maestro, eres algo más que un amor
al cual no puedo negar nada—murmuró incorporándose para
aproximarse a mí en un brinco, sentarse sobre mis rodillas e
intentar limpiar sus lágrimas con el suéter fino que había elegido
para cubrir su torso—. Ni siquiera puedo negarte mi llanto.
—Tu llanto me enfurece—comenté
chasqueando la lengua.
—¿Por qué?—preguntó tomándome
del rostro con esas manos suaves, algo pequeñas para su estatura, y
blancas como si fuera una estatua de mármol. Siempre había sido
hermoso, pero el paso de los años, o mejor dicho de los siglos, le
había hecho aún más atractivo. Sus ojos eran de un color miel
intenso y sus labios sonreían con el color típico de pétalos
tiernos y pálidos de rosas rosas.
—Porque me duele ver tu
dolor—expliqué—. Detesto que sufras. Abandona la piedad hacia
otros.
—¿Cuál piedad?—sus ojos brillaron
como los de un gato y luego se recargó contra mi pecho. Supongo que
quería escuchar mejor los latidos de mi corazón para sosegarse—.
Olvidé qué era eso cuando asesinamos a Maharet y Khayman—su voz
se quebró, pero se mantuvo sereno. Al menos, no lloró.
—Olvídalo. No fuimos nosotros—dije
acariciando sus cabellos castaños.
—No—contestó casi sin aliento—.
Amel estaba en ti y yo sólo lo hice... Lo hice por mí mismo.
—Lo hiciste por mí, porque creías
que yo te lo exigía—respondí.
—Soy un asesino—pronunció
enterrando su rostro en mi pecho. Pude notar su perfecta nariz entre
mis pectorales. En ese momento lo abracé con fuerza, como si alguien
me pudiese arrebatar a aquel muchacho y suspiré.
—¿Quién de nosotros no lo es?—dije,
pero no tuve respuesta. Él sólo se mantuvo en silencio durante
horas permitiendo que lo acariciara y amara de una forma para nada
pueril.
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