—¿Adónde cree que va?—dijo su
femenina voz irguiéndose de entre las sombras del salón.
Los cuadros de la familia, las pieles
de los animales que una vez cazó padre, los pocos enseres de lujo y
los escudos o pendones eran testigos de mi sorpresa. De inmediato me
giré como si fuese un niño agarrado por el pastelero del pueblo
introduciendo sus pequeños dedos, esos tan sucios y tan rápidos, en
la crema de algún dulce.
—Madre, ¿aún despierta?—contesté
intentando que la sorpresa no se viese en mi voz, pero temblaba.
Sabía bien a quien me enfrentaba. Si había una fiera en esa casa a
la cual mi padre no pudo domesticar del todo, aunque él así lo
creyese, era ella—. Parece más centinela que ama de este hogar.
—Muy gracioso, joven
Lioncourt—comentó saliendo a la luz. Quedó frente a la chimenea.
La luz del fuego iluminó tenuemente su rostro mientras caminaba en
la oscuridad hasta donde me hallaba. Sus manos se colocaron sobre sus
pequeñas caderas y yo suspiré.
Había sido cazado. Era animal en
peligro de extinción. Con ella no podía ni sabía mentir. De mi
lengua salían demasiadas verdades, por eso siempre me interrogaba e
inquietaba a placer.
—Madre, necesito caminar bajo las
estrellas y ver ese manto negro cubierto de algo tan alto, lejano e
imposible. Preciso que suspirar entre los campos y correr hasta el
pueblo. Quiero escuchar a Nicolas tocar el violín—dije añadiendo
alguna floritura, por no decir demasiadas, a algo tan pueril como el
sexo. Deseaba tener ese sexo rápido y violento, lento y profundo,
con mi adorado Nicolas.
—Ah... ¿eso suele hacer cada
noche?—su sonrisa me asustó. Sí, curvó sus carnosos labios en
una sonrisa que me hizo temblar de pies a cabeza—. La tabernera me
profirió algo distinto cerca de la iglesia.
—¿Cuál de ellas?—pregunté con
sorpresa alzando mis rubias cejas.
—La madre—respondió.
—Vaya...—musité.
—Su hija había sido rechazada por un
músico que sabía servirle mejor de trapo de lágrimas, ¿comprende,
hijo?—sus manos fueron a mis hombros y después a mis mejillas. No
sabía si temer o derrumbarme. Me estaba leyendo el alma con esos
ojos grises y yo estaba viendo una preocupación nueva.
—Es mi amigo—balbuceé sintiéndome
delatado.
—Es tu fulana—contestó.
—Madre...—dije dando un brinco para
apartarme. Temía que me echase en cara tantas cosas... Pero ella me
echó a sus brazos. Ella me dijo que fuese a verlo.
—Vaya, ámalo si lo desea; pero si le
rompe el alma en mil pedazos ese diablo, si le enjaula en un infierno
del que no puede salir, después no me busque—me dijo antes que
corriera a la puerta y me marchase.
Esa noche me sentí más libre cuando
aferrado a las caderas de Nicolas le hice gritar mi nombre, murmurar
entre jadeos su amor tan puro y sentir que mi corazón palpitaba más
enamorado que nunca.
Lestat de Lioncourt
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