Más comprensión para el mocoso eterno, por favor.
Lestat de Lioncourt
Muchos, por no decir la mayoría, no
toman en serio mi dolor. Es como si todo lo que cargara a mis
espaldas, incluyendo aquello que incluso desconozco, me aplastara
mientras el resto aplaude la tremebunda obra donde Atlas, tras no
poder soportar más el peso del mundo, cae aplastado por este y queda
convertido en algo más que un cadáver hediondo que jamás será
llorado. Así me siento, así me veo.
A mi memoria viene ocasionalmente la
nieve amontonándose fuera de aquella casa minúscula, en la cual se
podía oler a leña todo el día y también el sudor de mis hermanos
junto a los pocos víveres que mi madre cocinaba, y mis ojos se
pierden en algún punto inexistente de los frescos que exigí que
colocaran en las diversas habitaciones de mi mansión. Me pierdo para
encontrarme, para hallar la esencia de ese muchacho lleno de mentiras
que le hacían mantenerse vivo. Creía en Dios y en la absolución de
mi alma, de todos mis pecados y dolores. Así como quería creer que
mi don con las pinturas, ese que hace tiempo dejó de ser para mí
algo beneficioso, me liberaría de las ataduras que este mundo me
imponía.
Mi padre era alcohólico y jamás
estaba en casa. Prefería disparar a alguna pieza de caza mayor,
traer la comida como todo líder de una manada de pequeñas fieras
pelirrojas, y marcharse a la taberna a brindar por él, su hombría y
la pobre desgraciada que simplemente asentía. Mi madre, aunque
bondadosa y paciente, era esclava de su trabajo como lavandera y como
“buena esposa” no se quejaba de sus huesos adoloridos, de llevar
siempre en el vientre un nuevo hijo y de ser demasiado joven para
parecer una anciana. Mis hermanos, todos eran mucho más pequeños
que yo, apenas se daban cuenta de lo miserable que era el mundo. La
tragedia la llevaba pegada a mi alma y sentía ciertas pesadillas
hacia mi futuro en el claustro, como monje, sirviendo a Dios y
ofreciendo mi espíritu a una muerte futura.
La melancolía de mi mirada se
transformaba en fiereza. Me convertía en una alimaña. Siempre al
ataque. Por eso sobreviví todos esos meses en el barco tras ser
secuestrado y arrancado de una vida ya programada, como la que muchos
tienen hoy en día aunque no se percaten. Por eso y por mucho más.
Pero en sus brazos me volví manso y creí que había encontrado
protección. Y cuando digo en sus brazos hablo de Marius, pero todo
fue un espejismo. Un Dios que no valía nada. Alguien que me
despreció al no ser lo que esperaba.
¿Y ahora? Han pasado siglos. He vivido
demasiado. Incluso he discutido con mi propia sombra y he intentado
el suicidio sin conseguir demasiado éxito. Sin embargo, ese violín
que suena cada noche, que de alguna horrible forma me recuerda al
enloquecido de Nicolas, está sosegando mi alma y domesticando cada
una de mis acciones. No importa si no son demasiadas las palabras que
le ofrezco. No importa si Benjamín me ignora y sólo me señala como
un indigno sucesor del amo, nuestro creador, porque no comprende mis
vivencias ya que él y yo somos distintos pese a lo iguales. Ya no me
dolerá que Sybelle prefiera el piano a conversar conmigo o que Louis
no cese de suspirar por Lestat esperando su regreso. Su figura algo
desgarbada, aunque llena de belleza, sus ojos salvajes y
esperanzados, las partituras nuevas que crea para mí y esa risa
fácil que posee logra calmarme cada noche. Sin embargo, amaría que
alguien se diese cuenta de mi dolor y me dijese: te comprendo.
Alguien más que él o mi propio reflejo. Alguien más.
Supongo que algún día, aunque sólo
espero que ese día sea pronto.
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