Marius narra como tengo que sacarle "un poco" las castañas del fuego con Armand. Doctor "Amor" me llaman.
Lestat de Lioncourt
Terminaba el mural de la cripta que
Armand me había encargado. Deseaba que realzara la belleza que ambos
habíamos contemplado en Venecia. Aquellos fueron días
extremadamente dichosos para ambos y parecían todavía bizcar en la
distancia, igual que las luciérnagas en una noche cálida de un
verano ensoñado, los mismos días que no permitíamos que se
escaparan de nuestra memoria. Por mi parte había regresado a los
frescos, pintando aquí y allá, desesperado por recuperar los
sentimientos que siempre puse en mis obras.
Recuerdo que acababa de terminar la
Sala del Consejo de la torre norte del Château de Lioncourt. Según
Lestat esa zona no existía en su época. La sala era amplia y
coronaba la torre tras una espiral de peldaños de hierro que
continuaba hasta las almenas, las cuales se hallaban magníficamente
adornadas y restauradas. Allí había pintado la batalla de Troya y
el fatídico viaje de Faetón. Fue entrar en la inmensa habitación y
ver mi obra con todo lujo de detalles. Trabajé allí por varias
noches a pesar de mi rapidez y exactitud sobrehumana. Supongo que
puedo decir que me siento orgulloso de mi trabajo, aunque respeto a
quien difiera de lo contrario.
El mural era de Venecia, con sus
enormes calanes y sus hermosas góndolas, en un eterno carnaval. Las
aguas nocturnas del canal se podían prácticamente palpar. Me sentía
dichoso de algo tan impresionante. Aunque supongo que más dichoso
estaban Seth y Fareed por su cripta conjunta en la residencia bajo el
castillo de Lestat, la cual tenía hermosas dunas de dorada arena y
espectaculares palmeras. Sin lugar a dudas era como regresar al
desierto en épocas remotas. El mismo desierto del cual surgió Seth
desde el vientre de su madre Akasha.
Armand decidió visitarme. Sus ojos
pardos observaron cada detalle provocando en su alma una perturbación
importante. Pude ver como su mandíbula temblaba y sus manos se
encogían hasta convertirse en puños. Estaba a punto de llorar. No
sabía en ese momento si era rabia, tristeza, dolor o felicidad. No
puedo leer su mente porque soy su creador, su padre inmortal, su
esposo de sangre y el endemoniado imbécil que siempre ha optado por
no comprenderlo, como si fuese demasiado difícil, ya que hacerlo era
condenarme a mí al infierno.
—Querubín—chisté sin pensarlo.
Tal vez era el decorado o posiblemente la sensación de verlo bajo
esa luz tenue. Sentí que regresábamos a Venecia, que ambos éramos
libres de siglos de dolor y tragedia, y ansié abrazarlo. Sin
embargo, me contuve al ver sus prendas y recordar que nos habíamos
distanciado por mi culpa. Esa culpa que sigue pesando en mi alma y
que no soy capaz siquiera de exhortarme a perdonarme, pues sé que él
no puede hacerlo conmigo ni consigo.
—No me llames así, por favor—dijo
aguantando las lágrimas.
Rápidamente dejé la paleta en un
pequeño banco que usaba para descansar. Tomé un trapo y limpié mis
manos, aunque estas aún seguían algo manchadas de pintura. Mi
túnica también lo estaba, sobre todo en las mangas, y no me sentía
presentable ante él. Era la primera vez que lo contemplaba en ese
estado después de tantos años. Algo en él se estaba quebrando,
aunque no era el único.
Me acerqué a él, eché mis manos a su
rostro y lo besé. No pude contenerme. Mi boca buscó la suya de
inmediato y él acabó apartándome, huyendo de mi lado. La rabia y
la indignación crecía en mi interior, pero lo comprendía. Por eso
llamé a Lestat. Creí que tenía que sosegarlo. Algo en mí decía
que él debía poner fin a ese dolor que veía reflejado en su alma.
—Lestat...—dije tras marcar su
número telefónico—. Tienes que ayudarme.
—Odio que te comuniques conmigo por
teléfono. Sabes que no me acostumbro a esta tecnología, pues la veo
demasiado...
—Distante—apostillé.
—Sí, distante. ¿Qué ocurre? ¿Qué
problemas?—parecía inquieto. Cada vez que lo llamábamos para que
se hiciese cargo de algún asunto importante lo parecía. Él nunca
había querido ser un líder, pero todos le seguíamos como si fuera
nuestro mesías.
—He hecho algo mal con
Armand—confesé.
—Enhorabuena, siempre lo haces—dijo
tras una honda carcajada—. ¿Qué fue esta vez?
—Olvidé en qué siglo estábamos y
lo sucedido entre ambos. Tomé la gallardía de besarlo y él ha
huido. He notado que su corazón está quebrado, completamente
quebrado—decía moviéndome por la sala contemplando mi obra,
sintiéndome indefenso de nuevo ante las emociones extrañas que mi
discípulo solía tener. Nunca era suficiente para Armand. Si cruzaba
el infierno por él tampoco sería suficiente ni justificación
alguna sobre el amor que le tenía.
—Estoy en Nueva Orleans con Louis,
puedo dirigirme rápidamente a Nueva York—contestó.
—Hazlo, apremia—dije.
Quedé en la cripta sentado observando
el techo cargado de constelaciones que ya no se pueden contemplar
debido a la contaminación lumínica de las distintas ciudades, sobre
todo esta donde nos encontrábamos, y acabé recostado permitiendo
que mi cuerpo cubriera gran parte de la zona donde iría el ataúd.
Por lo que sé Lestat llegó apurándose
todo lo posible y caminó por la ciudad hasta hallarlo. Armand se
encontraba en uno de los barrios más bohemios de la ciudad, había
adquirido un libro de poemas y escuchaba a Benjamín por la radio.
Nuestro querido hombrecito le hacía sentirse orgulloso siempre, y
aún hoy lo hace. Sé lo importante que es para Armand esa criatura,
tanto como para mí que fui su hacedor.
Lestat se detuvo frente a él colocando
sus manos sobre su rostro, tal y como lo había hecho yo, acariciando
sus mejillas y comprobando que había llorado debido a las pequeñas,
casi imperceptibles, gotitas de sangre de su pulcra camisa blanca. Se
inclinó y besó su frente, para luego caminar con él por los
distintos bulevares. Hablaban de temas serios que nos atañen a
todos, pero finalmente sacó la pregunta del millón.
Armand suspiró pesadamente, le miró
de soslayo y sonrió con amargura. Durante un rato caminaron en
silencio esperando que él hablase, dándole la oportunidad para
explicar su reacción y emociones. Caminando llegaron hasta el
edificio donde se encuentra nuestra sede, aquel del cual había
huido.
—Dice que me ama y en ocasiones lo
creo, pero luego es intransigente y frío. Siento que mi pecho se
oprime cuando me besa, cuando me toca, cuando me habla y cuando me
mira. Pero él no ha logrado calmar mi dolor, ni se ha disculpado
correctamente. Lamentablemente no sé si deseo ya que lo haga, pues
su tiempo se ha agotado—dijo deteniendo sus pasos—. Sé que te ha
pedido que hables conmigo, ¿pero no debió ser él quien lo hiciera?
—Tienes razón—respondió—. Pero
si he venido es porque te amo, te amo como a un hermano. Él también
te ama, te ama más de lo que siquiera puede asegurar.
Después de aquello ambos se abrazaron,
Lestat decidió regresar con Louis y él se quedó en la biblioteca
francesa. Durante varios días me evitó a pesar que esta vez era yo
quien quería hablar con él, sin intermediarios. Realmente merezco
que piense que soy un tanto cobarde.
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